martes, 11 de junio de 2013

PREÁMBULOS DE LA FE II


Primer retrato
El deseo
La desproporción entre lo anhelado y lo conseguido
            Una experiencia inmediata que alcanza a todo hombre, por el mero hecho de serlo, es la percepción de un deseo desproporcionado. El deseo es una dinámica que nos invade por dentro y por fuera; una especie de motor que nos empuja y nos lanza a la vida. Podríamos decir que nuestros deseos son movimiento, dinamismo, acción.
Curiosamente, el hombre es un ser que continuamente está imaginando paraísos artificiales. Y hablo de artificio porque tales paraísos, proyectados desde nosotros, al ser alcanzados, no otorgan esa plenitud de felicidad que habíamos previsto.
Deseo de libertad, de salvación???

Hay muchas formas de deseo: riqueza, fama, éxito, belleza, juventud, salud, amor, descendencia, pareja, amistad, proyectos… Indudablemente, hay formas de desear más nobles y elevadas que otras. Pero lo verdaderamente significativo es que cualquier deseo, sea de la índole que sea, puede ser reducido a uno básico: el deseo de salvación. Cuando hablo de salvación no me estoy refiriendo principalmente a una realidad religiosa, sino a una verdad elemental de toda vida humana: todos anhelamos plenitud, a la manera de una felicidad cumplida, totalmente realizada. Y, sin embargo, esta realización cumplida nunca llega.

Pero existe, en mi opinión, otra manera de acercarse al deseo. Utilizando un juego de palabras, se podría decir que hay que pasar del “deseo de salvación” a la “salvación del deseo”. En efecto, cuando el deseo se lanza hacia adelante y se corre en su búsqueda, con la intención de realizarlo, siempre se cae en el desánimo y en la frustración.

El deseo abierto al futuro puede tener mucho de quimera, de fantasía, de vana ilusión. 
Quimera, fantasía, ilusión??'

Pero cabe otra posibilidad: poner el deseo no en el fin, sino en el origen mismo de nuestra vida. De esta manera, la cuestión no es tanto la realización y el cumplimiento del deseo, sino su valor simbólico para explicar nuestro propio ser. Somos el deseo que algo o alguien ha sembrado en nosotros. O mejor, el Eterno nos ha destinado a la eternidad. Así, el deseo no se vivencia como una maldición, sino como nuestra más alta posibilidad, que nos catapulta al infinito. Lo expresó de modo brillante Agustín de Hipona, cuando afirmó: “nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”
Lo determinante no es ya alcanzar el deseo, sino verse habitado por él y poder explicar así quiénes somos. No somos, como dice el poeta, “ruina de carne que movemos”. Somos, más bien, los únicos seres de la naturaleza abiertos a un infinito que pueda calmar nuestra sed de eternidad. El deseo es la herida que testimonia, en nosotros, la aparición de una Presencia amiga.
¿Adónde te escondiste,
 Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
            Esta es una apertura constitutiva que puede tornarse, de modo significativo, en un verdadero pórtico de entrada a la fe. La herida nos hace sospechar que nuestro deseo no apunta a una “cosa”. Las cosas no pueden alcanzar nuestro corazón y colmar nuestra sed. La herida nos catapulta a un Alguien, interlocutor digno de un diálogo de amor, que sea respuesta a nuestro afán

Por ello, decía B. Pascal: “Consuélate, tú no me buscarías si no me hubieras hallado”  “Tú no me buscarías, si no me poseyeras. No te inquiete, pues, nada”  El deseo no es una maldición, sino la huella que ha dejado en nosotros un Dios que quiere hacernos partícipes de su misma condición divina.    

El deseo de Dios es entregarse al hombre siendo Él mismo un hombre. Para ello, ha creado al ser humano como la partitura que será interpretada por Dios mismo cuando aparezca en el mundo como el Encarnado.





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