Proseguimos en la reflexión
sobre las obras de misericordia corporal, que el Señor Jesús nos ha entregado
para mantener siempre viva y dinámica nuestra fe. Esta obra, de hecho, hace
evidente que los cristianos no están cansados ni perezosos en la espera del
encuentro final con el Señor, sino que cada día van a su encuentro,
reconociendo su rostro en el de tantas personas que piden ayuda. Hoy nos
detenemos sobre esta palabra de Jesús: “Estaba de paso, y me alojaron; desnudo,
y me vistieron” (Mt 25,35-36). En nuestro tiempo es
más actual que nunca la obra que se refiere a los forasteros. La crisis
económica, los conflictos armados y los cambios climáticos, empujan a muchas
personas a emigrar. Aún así, las migraciones no son un fenómeno nuevo, sino que
pertenecen a la historia de la humanidad. Pensar que sean propias de estos años
es falta de memoria histórica.
A lo largo de los siglos hemos
asistido a grandes expresiones de solidaridad, aunque no hayan faltado las
tensiones sociales. Hoy, el contexto de crisis económica favorece
lamentablemente el surgir de actitudes de clausura y de no acogida. En algunas
partes del mundo surgen muros y barreras. Parece a veces que la obra silenciosa
de muchos hombres y mujeres que, de diversas maneras, hacen todo lo
posible para ayudar y asistir a los refugiados y los migrantes se vea
oscurecida por el ruido de otros que dan voz a un egoísmo instintivo. Pero
cerrarse no es una solución, es más, termina por favorecer los tráficos
criminales. El único camino de solución es el de la solidaridad. Solidaridad
con el inmigrante, el forastero.
El compromiso de los cristianos
en este campo es urgente hoy como en el pasado. Mirando al siglo pasado,
recordamos la estupenda figura de santa Francesca Cabrini, que dedicó su vida
junto con sus compañeras a los migrantes hacia Estados Unidos. También hoy
necesitamos estos testimonios para que la misericordia pueda alcanzar a muchos
que están necesitados. Es un compromiso que involucra a todos, no excluye
a nadie. Las diócesis, las parroquias, los institutos de vida consagrada, las
asociaciones y los movimientos, como los cristianos, todos estamos llamados a
acoger a los hermanos y las hermanas que huyen de la guerra, del hambre, de la
violencia y de condiciones de vida deshumanas. Todos juntos tenemos una gran
fuerza de apoyo para los que han perdido la patria, familia, trabajo y
dignidad.
Hace algunos días sucedió una
pequeña historia, una historia de ciudad. Había un refugiado que buscaba una
calle, y una señora se le acercó. “¿Busca algo?” Y estaba sin zapatos este
refugiado. Y él dijo: “yo quisiera ir a san Pedro para entrar por la Puerta Santa ”. Y la
señora pensó, no tiene zapatos. ¿Cómo va a andar? Llamó un taxi, pero el
refugiado olía mal. Y el taxista casi no quería que subiera pero al final le ha
permitido y la señora junto a él. La señora preguntó un poco de su
historia de refugiado, de migrante. El recorrido hasta llegar aquí. Este hombre
contó su historia de dolor, de guerras, de hambre, y por qué había huido de su
patria para emigrar aquí.
Cuando llegaron la señora abrió
el bolso para pagar y el taxista –el que al inicio no quería que este migrante
subiera porque olía mal– le dijo a la señora. “No señora, soy yo que debo
pagarla a usted, porque me ha hecho escuchar una historia que me ha cambiado el
corazón”.
Esta señora sabía qué era el
dolor de un migrante porque tenía sangre armena y conoce el sufrimiento de su
pueblo. Cuando hacemos algo así, al principio rechazamos por incomodidad, huele
mal. Pero al final de la historia, nos perfuma el alma y nos hace cambiar.
Pensemos en esta historia y pensemos qué podemos hacer por los refugiados.
Y la otra cosa es vestir al que
está desnudo. ¿Qué quiere decir si no restituir la dignidad a quien la ha
perdido? Ciertamente dando vestido a quien no tiene; pero pensemos
también en las mujeres víctimas de la trata en las calles, o en los otros
demasiados modos de usar el cuerpo humano como mercancía, incluso de menores. Y
también así no tener un trabajo, una casa, un salario justo, o ser
discriminados por la raza o por la fe. Y a todas las formas de “desnudez”,
frente a las cuales como cristianos estamos llamado a estar atentos, vigilantes
y preparados para actuar.
Queridos hermanos y hermanas,
no caigamos en la trampa de encerrarnos en nosotros mismos, indiferentes a las
necesidades de los hermanos y preocupados solo por nuestros intereses. Es
precisamente en la medida en la que nos abrimos a los otros que la vida se hace
fecunda, las sociedades adquieren la paz y las personas recuperan su plena
dignidad. No se olviden de
la señora, del migrante, del taxista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario