¿CRISTO REY CONTRA
TRUMP?
PUBLICADO EN FE ADULTA
El título puede
resultar polémico y populista, pero pretende hacer caer en la cuenta de la
relación entra la fiesta de Cristo Rey y el momento actual. Cuando Achille
Ratti fue elegido Papa en febrero de 1922 y tomó el nombre de Pío XI, tenía la
experiencia reciente de la Primera Guerra Mundial y de la Revolución rusa.
Pocos meses después, en octubre, Mussolini organizaba la marcha sobre Roma, que
llevaría al triunfo del fascismo. Un año más tarde (8 de noviembre de 1923)
Hitler intenta un golpe de estado en Munich. Pío XI, alarmado por las tensiones
crecientes en Europa y en todo el mundo, piensa que la única y verdadera
solución a los problemas de tipo social, político, económico, es atenerse al
mensaje del evangelio. Si Cristo fuese el rey de este mundo, muy distintas
serían las cosas. Entonces instituyó esta fiesta, aprovechando que en 1925 se
cumplían mil seiscientos años del concilio de Nicea, que proclamó la realeza de
Cristo al añadir al credo apostólico las palabras: “y su reino no tendrán fin”.
Ha pasado casi un
siglo. El lenguaje, como tantas cosas, ha cambiado; las verdades profundas, no.
No creo que muchos católicos se animen a decir hoy día que la solución a los
problemas que puede plantear el presidente Trump a nivel nacional y mundial sea
Cristo Rey. Pero sí debemos estar dispuestos a defender los valores evangélicos
del amor al prójimo, especialmente al más necesitado, de reconocernos todos
como hermanos, hijos del mismo Padre, de la compasión, la justicia, la paz.
Inicialmente esta
fiesta se celebraba el domingo anterior la de Todos los Santos (1 de
noviembre). La reforma del Concilio Vaticano II decidió cerrar el año litúrgico
con esta festividad, para subrayar la victoria final de Jesús. Las lecturas
varían en los tres ciclos y cada año ofrece un aspecto distinto de la realeza
de Jesús. ¿Qué une a las dos lecturas principales de hoy? La concepción del rey
como salvador en medio de las dificultades.
David, el rey salvador
(2 Samuel 5, 1-3)
La primera lectura
sólo se comprende recordando los acontecimientos previos. Años atrás, el primer
rey israelita, Saúl, ha muerto luchando contra los filisteos. Le ha sucedido un
hijo bastante inútil, Isbaal, y el poder se concentra en las manos del general
Abner. Pero tensiones internas y externas llevarán al asesinato de Abner y, más
tarde, de Isbaal. Las tribus del norte, sin rey ni general, se sienten
desconcertadas. Y consideran que la única solución es ofrecerle el trono a
David, que ya es rey de Judá desde hace siete años. Y se dirigen a la que entonces
era capital de Judá, Hebrón (Jerusalén todavía no había sido conquistada).
Nosotros leemos estas
palabras sin darle especial importancia. Pero el que los del norte vengan a
buscar la salvación en el rey del sur era entonces algo inaudito, que sólo se explica
por la necesidad urgente de un rey que los salve.
Jesús, el rey incapaz
de salvar (Lucas 23, 35-43)
Los contemporáneos de
Jesús también esperaban un rey con capacidad de salvar. La lectura del
evangelio de lo deja muy claro. Las autoridades, los soldados, uno de los
malhechores crucificado con Jesús, lo repiten hasta la saciedad. Pronuncian los
mayores títulos: Mesías de Dios, Elegido, rey de los judíos, Mesías. Pero sólo
están dispuestos a aplicárselos a Jesús si se salva a sí mismo, o, como dice el
otro crucificado, «sálvate a ti mismo y a nosotros». La sorpresa aparece al
final, en la petición del buen ladrón.
El evangelio de san
Juan pone en boca de Jesús, durante el juicio ante Pilato, las palabras: «Mi
reino no es de este mundo». Y eso mismo dice aquí, no Jesús, sino el que
conocemos como «el buen ladrón». El reino de Jesús no se realiza en este mundo,
no es aquí donde realizará obras portentosas para que la gente lo acepte como
rey. Su reino se encuentra en una dimensión distinta, en la que entrará a
través de la muerte. Por eso, el buen ladrón no pide que lo salve. Sólo pide un
recuerdo: «acuérdate de mí».
A lo largo de su vida,
Jesús escuchó muchas peticiones: de leprosos que deseaban ser curados, de
ciegos y cojos, de padres de niños difuntos, de discípulos asustados por la
tormenta… Pero esta resulta la petición más bella y más sencilla: «Jesús,
acuérdate de mí». El buen ladrón pide muy poco. Pero hace falta una fe
profundísima para creer que ese ajusticiado, al que todos rechazan y del que todos
se burlan, dentro de poco será rey, y que un simple recuerdo suyo puede traer
la felicidad. Así ocurre en la promesa que Jesús le hace: «hoy estarás conmigo
en el paraíso».
«Acuérdate de mí» y
«estarás conmigo» son las dos caras de una misma moneda, de la intimidad plena
entre el rey y su súbdito, más satisfactoria que todas las prebendas y
beneficios mundanos que regalan otros reyes.
José Luis Sicre
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