jueves, 12 de octubre de 2017

El banquete de la misericordia

Venid todos
EL BANQUETE DEL REY

Hace ya muchos años que no sé lo que es dormir bajo techo. Una racha de malas cosechas arruinó a mi familia, y yo me vine solo a Jerusalén, siendo aún joven, atraído por el lujo de la ciudad y esperando encontrar algún trabajo para sobrevivir. Las cosas me fueron mal también aquí, y ahora vivo pidiendo limosna y haciendo, de vez en cuando, algún trabajo duro y mal pagado. A pesar de ello no he perdido la fe en Dios, y hasta solía acudir el sábado a la sinagoga, asistiendo al culto desde un rincón, hasta que un día escuché estas palabras de un salmo: "El Señor alza de la basura al pobre, levanta del polvo al humilde para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo..."(Sal 113,7-8)


Ese día sonreí con amargo escepticismo, porque no es ése el Dios que yo conozco: a mí me deja seguir hundido en el estiércol de la pobreza, y creo que es así como voy a morir; por eso no he vuelto a pisar la sinagoga ni el templo, ni creo que haya nadie capaz de hacerme retornar a ellos. Una tarde, oí revuelo en la Puerta Hermosa: había llegado a Jerusalén el rabí de Galilea que estaba dando tanto que hablar. Lleno de curiosidad, me mezclé con la multitud para ver cómo era y qué decía, y me senté entre los que escuchaban la historia que estaba contando: -"Se parece el reino de los cielos a un rey que quiso celebrar un banquete de bodas para su hijo, y envió a sus servidores a convidar a los invitados..."  (Como siempre, pensé yo. Otro que nos va a repetir la misma cantinela de que Dios premia ya en esta vida a los buenos colmándolos de agasajos y riquezas y deja en la cuneta a los pobres diablos como yo, llenos de pecados y miserias). Pero el cuento que él contaba empezó a interesarme cuando oí que la gente importante que había sido invitada (fariseos, escribas, sacerdotes y gente de dinero sin duda), se negaban a participar en el banquete y ponían pretextos para acudir. Y el anfitrión se encontró con la cena preparada y el comedor vacío. (¿Qué hará ahora el rey?, me pregunté. Seguramente aplazará el convite mientras convence a los invitados para que asistan. Suspiré con envidia y de nuevo me asaltó la rebeldía: ¿por qué mientras a unos les sobraba, otros pasábamos hambre? ¿Por qué más fiestas y banquetes para los que ya estaban saciados…?)
Volví a prestar atención a la historia, y me quedé sorprendido ante el desenlace: el rey decidió sustituir a los convidados ausentes por los desconocidos de la calle, y envió a sus servidores a las plazas y calles de la ciudad para que trajeran al banquete a pobres, lisiados, ciegos y cojos. Salieron los siervos a las encrucijadas de los caminos y veredas, reunieron a cuantos encontraron y la sala quedó llena de convidados. Y comenzó la mejor fiesta que el dueño hubiera podido soñar. En un sector de la multitud hubo un rumor de protesta, y muchos se levantaron del corro y se fueron indignados: eran fariseos que siempre proclamaban convencidos que eran ellos los primeros invitados al banquete del Reino, y que los demás no tendríamos derecho ni a las migas que cayeran de la mesa. Estaban indignados de que los invitados definitivos fueran gente de las encrucijadas de los caminos, y no les faltaba razón porque, de todos es sabido, el tipo de gente que deambulamos por esos lugares... Oí a uno decir: - “A este hombre habría que denunciarle y pararle los pies: su doctrina es peligrosa y contradice claramente lo que sabemos por la Ley…”
Solo nos quedamos con él un pequeño grupo, entre los que reconocí a los que pedían limosna conmigo, a algún ladronzuelo del mercado, y a los que cada noche se arrimaban como yo a la muralla, buscando protección del relente de la noche. Quizá se habían sentido también aludidos por la parábola, y estaban tan sorprendidos como yo al saberse destinatarios, al menos imaginarios, del banquete de un rey. Jesús siguió hablando, ahora más relajado porque sólo le rodeábamos hombres y mujeres sin importancia, gente de los caminos, sin más posesiones que la túnica vieja y el par de sandalias que llevábamos puestas, y quizá con sólo un mendrugo de pan en la alforja.
A medida que le escuchaba, algo iba cambiando dentro de mí, como si aquellas palabras me enderezaran y tuvieran el poder de devolverme mi dignidad. Todo lo que yo creía que era valioso y que daba categoría e importancia a un hombre: el dinero, la fama, el poder, la ciencia..., aparecía de pronto hueco y sin brillo, y Jesús nos lo hacía ver con la misma facilidad con que hasta el más ignorante sabe descubrir si una calabaza está vacía o un árbol sin savia.
-“Dios no le da importancia a nada de eso”, decía, - “es el corazón lo que cuenta para él, y la verdadera dicha está en que vuestros nombres están escritos en el Reino de los cielos. Porque el Padre se revela a los que son humildes, los sienta a su mesa y les confía sus secretos...” Y yo me iba sintiendo libre, humano, digno, como el hombre abatido del salmo, alzado de la basura e invitado a sentarse entre príncipes.
Había anochecido y los hombres y mujeres que acompañaban a Jesús trajeron panes y aceitunas, y los repartieron entre todos. También nosotros sacamos las provisiones que llevábamos en nuestros zurrones y lo compartimos todo. Era un extraño festín con unos extraños invitados. Pero aquel anochecer al raso, mientras salían las primeras estrellas, los que rodeábamos a Jesús nos sabíamos huéspedes de un rey.
Un rey sentado entre nosotros, que llevaba unas sandalias tan polvorientas como las nuestras, dormía también a la intemperie y, cuando hablaba, tenía el acento inconfundible de los campesinos de Galilea.

Dolores Aleixandre


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