Alberto Iniesta: aquella primavera eclesial
JUAN JOSÉ TAMAYO*, juanjotamayo@gmail.com
MADRID.
ECLESALIA,
13/01/16.- Entre los principales actores eclesiales de la transición
política y religiosa en España suele destacarse al cardenal Tarancón, y creo
que con razón, pero, si queremos ser justos con la historia, hay que citar a
otros protagonistas, colectivos unos, personalidades individuales, otras. Entre
los primeros están los movimientos apostólicos comprometidos con la clase
trabajadora, con el mundo juvenil y estudiantil, las comunidades de base como
alternativa de Iglesia, las parroquias populares, los sacerdotes obreros, los
religiosos y las religiosas en barrios, etc. Entre las personalidades que
ocuparon un lugar relevante en aquella –corta, todo hay que decirlo- primavera
de la Iglesia católica española se encuentra Alberto Iniesta, obispo auxiliar
de Madrid, fallecido el pasado 3 de enero, un día antes de cumplir 90 años.
Los largos años de silencio, desde poco
después de su jubilación, han podido hacer olvidar u oscurecer el significativo
papel que jugó en la reforma de la Iglesia católica española, que no acababa de
poner en práctica la nueva eclesiología del Concilio Vaticano II, ni
desvincularse definitivamente de los cuarenta años de legitimación del
franquismo. Por eso, con motivo de su fallecimiento, creo necesario hacer
memoria histórica de su figura, como ejemplo y referente de un cristianismo
liberador, que tiene mucho enseñarnos de cara al futuro.
Alberto Iniesta fue, sin duda, uno de los
testigos y protagonistas más lúcidos y coherentes de la transición política de
la dictadura a la democracia y de la transición religiosa de la Iglesia
nacionalcatólica a la del Concilio Vaticano II, y uno de los obispos que puso
en práctica la reforma conciliar de manera más auténtica y desafió al franquismo
en los momentos finales de la vida del dictador. Esto sucedió con la homilía
del 4 de octubre de 1975 en la que denunció, junto con el papa Pablo VI, la
ejecución de cinco condenados, pidió la supresión de la pena de muerte de la
legislación española y reprobó el uso de torturas para conseguir declaraciones
de los reos, “lo cual –dijo- ha ocurrido recientemente en nuestro país”. Para
protegerse de la indignación del gobierno y de las amenazas de muerte de la
extrema derecha que provocó la homilía, se vio obligado a huir a Roma, donde
contó con el apoyo de Pablo VI.
Iniesta entendía la Iglesia como pueblo de
de Dios, comunidad de creyentes codirigida por los laicos, comprometida con los
sectores más vulnerables de la sociedad y conciencia crítica del poder. Con esa
orientación participó activamente en la Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes
celebrada en Madrid en 1971, que hizo autocrítica por su alianza con la
dictadura, denunció los enormes desequilibrios económicos y la ausencia de
derechos humanos, rompió con el franquismo y defendió la democracia. Dentro del
clima de reconciliación que reinaba entonces en la Iglesia católica, apoyó una
de las conclusiones más conflictivas que contó con un amplio apoyo de los
sacerdotes y obispos, pero no fue aprobada por no contar con los dos tercios
requeridos: la que pedía perdón por no haber sido testigos de la reconciliación
en la guerra entre hermanos.
Hizo realidad ese modelo de Iglesia en el
barrio madrileño popular de Vallecas, de clase obrera, de izquierdas y con
importante presencia del Partido Comunista. Mantuvo una estrecha relación
-personal, social y eclesial- con el padre Llanos, a quien, en el prólogo a Confidencias
y confesiones, del propio José María de Llanos, califica de “colaborador
cercano” y de quien se consideraba “amigo entrañable”. En su actividad pastoral
y socio-política tuvo como guía la teología de la liberación contando con las
orientaciones éticos-proféticas del “jesuita sin papeles” José María
Díez-Alegría y el asesoramiento de Casiano Floristán y Julio Lois, profesores
del Instituto superior de Pastoral y cualificados representantes de dicha
tendencia teológica en España, que fueron a vivir a Vallecas coincidiendo con
el nombramiento de Iniesta como obispo auxiliar de ese distrito madrileño.
Otro buen amigo de Iniesta fue Alfonso
Carlos Comín, en su opinión uno de los principales intelectuales en el debate
sobre el posible interacción entre marxismo y cristianismo. Lo visitó unos días
antes de su muerte y le recordaba “con su cara afilada, su barba puntiaguda,
sus ojos profundos…, y con unas grandes almohadas a su espalda, como el clásico
dibujo de don Quijote en su lecho de muerte”. Iniesta solía citarlo como
ejemplo de militante comunista y de cristiano comprometido, casi con las mismas
palabras del título de uno de los libros de Comín: “Cristianos en el partido,
comunistas en la Iglesia” (Laia, Barcelona, 1977).
Sintonizó, y mucho, con el cristianismo
liberador latinoamericano. Prueba de ello fue la asistencia como único obispo
español, en representación de numerosos colectivos cristianos de base del
estado Español, al funeral y entierro del arzobispo de San Salvador, monseñor
Romero, asesinado mientras celebraba misa el 24 de marzo de 1980. Su actitud
ético-evangélica se caracterizó, en palabras suyas, por la “opción preferencial
por los pobres y por los oprimidos, a favor de la justicia, la fraternidad y la
solidaridad, siendo la voz de los sin voz y apoyo de los más débiles”.
Conformó la Vicaría de Vallecas al modo
asambleario, con la celebración de la Asamblea Conjunta de la Iglesia de
Vallecas, cuyo final se vio truncado por la prohibición gubernamental, y en
clave comunitaria, con el reconocimiento de los numerosos movimientos
cristianos de base, más cercanos a la experiencia de la Iglesia de los orígenes
que a la organización jerárquico-patriarcal actual.
Iniesta fue, uno de los redactores, junto
con los obispos progresistas Teodoro Úbeda, Ramón Echarren y Javier Osés, del
documento “Servicio pastoral a las pequeñas comunidades cristianas”, de 1982,
que reconoce humildemente la posibilidad de equivocarse -“y hasta pecar”-, de
los obispos, así como su ausencia habitual del vivir cotidiano de dichas
comunidades cristianas, al tiempo que expresa la necesidad de abrirse a las
críticas, defiende la eclesialidad de las pequeñas comunidades y propone como
compromiso preferente de los obispos la promoción de nuevas comunidades. Este
documento fue uno de los pocos gestos de aproximación y de comprensión hacia
las comunidades de base por parte de la jerarquía católica española, que, desde
su nacimiento, las vio con recelo, cuando era una de las experiencias
eclesiales más auténticas que surgieron en continuidad con el Vaticano II.
En su libro Convicciones y recuerdos, prologado por el
obispo auxiliar, ya emérito, Alberto Iniesta, Casiano Floristán, que fue su
compañero de estudios de teología en la década de los 50 del siglo pasado en
Salamanca y, luego, colaborador en Vallecas, recuerda que el cardenal Tarancón
no estuvo presente en el momento de la prohibición gubernamental de la Asamblea
Conjunta de Vallecas, lo que provocó “gran sorpresa e irritación de la
feligresía vallecana”. Quizá se debiera a que, como el mismo Casiano afirma,
aun reconociendo que “fue el cardenal de la transición, a Tarancón
le faltó una punta de profetismo y le sobró concordismo”.
Con Alberto Iniesta se hizo realidad, si
bien por poco tiempo, la utopía de Otra Iglesia Posible en un barrio popular de
Madrid con una amplia proyección y gran influencia en otros lugares de nuestro
país. ¿Por qué no va a hacerse realidad hoy?
*Director de la
Cátedra de teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III
de Madrid y autor de Invitación a la utopía. Estudio
histórico para tiempos de crisis (Trotta, 2012).
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