Primer retrato
El deseo
La desproporción entre lo anhelado y lo conseguido
Una experiencia inmediata que
alcanza a todo hombre, por el mero hecho de serlo, es la percepción de un deseo
desproporcionado. El deseo es una dinámica que nos invade por dentro y por
fuera; una especie de motor que nos empuja y nos lanza a la vida. Podríamos
decir que nuestros deseos son movimiento, dinamismo, acción.
Curiosamente, el hombre es un ser que continuamente está
imaginando paraísos artificiales. Y hablo de artificio porque tales paraísos,
proyectados desde nosotros, al ser alcanzados, no otorgan esa plenitud de
felicidad que habíamos previsto.
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Deseo de libertad, de salvación??? |
Hay muchas
formas de deseo: riqueza, fama, éxito, belleza, juventud, salud, amor,
descendencia, pareja, amistad, proyectos… Indudablemente, hay formas de desear
más nobles y elevadas que otras. Pero lo verdaderamente significativo es que
cualquier deseo, sea de la índole que sea, puede ser reducido a uno básico: el
deseo de salvación. Cuando hablo de salvación no me estoy refiriendo
principalmente a una realidad religiosa, sino a una verdad elemental de toda
vida humana: todos anhelamos plenitud, a la manera de una felicidad cumplida,
totalmente realizada. Y, sin embargo, esta realización cumplida nunca llega.
Pero existe,
en mi opinión, otra manera de acercarse al deseo. Utilizando un juego de
palabras, se podría decir que hay que pasar del “deseo de salvación” a la
“salvación del deseo”. En efecto, cuando el deseo se lanza hacia adelante y se
corre en su búsqueda, con la intención de realizarlo, siempre se cae en el
desánimo y en la frustración.
El deseo abierto al
futuro puede tener mucho de quimera, de fantasía, de vana ilusión.
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Quimera, fantasía, ilusión??' |
Pero cabe
otra posibilidad: poner el deseo no en el fin, sino en el origen mismo de
nuestra vida. De esta manera, la cuestión no es tanto la realización y el
cumplimiento del deseo, sino su valor simbólico para explicar nuestro propio
ser. Somos el deseo que algo o alguien ha sembrado en nosotros. O mejor, el
Eterno nos ha destinado a la eternidad. Así, el deseo no se vivencia como una
maldición, sino como nuestra más alta posibilidad, que nos catapulta al
infinito. Lo expresó de modo brillante Agustín de Hipona, cuando afirmó: “nos
hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
ti”
Lo determinante no es ya alcanzar el deseo, sino verse habitado por él y poder
explicar así quiénes somos. No somos, como dice el poeta, “ruina de carne que
movemos”. Somos, más bien, los únicos seres de la naturaleza abiertos a un
infinito que pueda calmar nuestra sed de eternidad. El deseo es la herida que
testimonia, en nosotros, la aparición de una Presencia amiga.
¿Adónde te
escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el
ciervo huiste,
habiéndome
herido;
salí tras ti
clamando, y eras ido.
Esta es una apertura constitutiva
que puede tornarse, de modo significativo, en un verdadero pórtico de entrada a
la fe. La herida nos hace sospechar que nuestro deseo no apunta a una “cosa”.
Las cosas no pueden alcanzar nuestro corazón y colmar nuestra sed. La herida
nos catapulta a un Alguien, interlocutor digno de un diálogo de amor, que sea
respuesta a nuestro afán
Por ello, decía B. Pascal: “Consuélate,
tú no me buscarías si no me hubieras hallado” “Tú no me buscarías, si no me poseyeras. No te inquiete, pues, nada” El deseo no es una maldición, sino la huella que ha dejado en nosotros un Dios
que quiere hacernos partícipes de su misma condición divina.
El deseo de
Dios es entregarse al hombre siendo Él mismo un hombre. Para ello, ha creado al
ser humano como la partitura que será interpretada por Dios mismo cuando
aparezca en el mundo como el Encarnado.
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