VIERNES SANTO
TRES ACTITUDES ANTE EL SUFRIMIENTO
JOB, EL SIERVO DE YAHVÉ, JESÚS
J. L. SICRE
En Jerusalén, el lugar obligado de visita durante el Viernes Santo es la capilla de la
crucifixión, en la basílica del Santo Sepulcro. Allí se reviven los últimos momentos de
la pasión y muerte de Jesús, y todos volvemos a enfrentarnos a uno de los misterios más
grandes, el del sufrimiento y la muerte. Dentro del Antiguo Testamento, este misterio
encontró su mejor expresión en el libro de Job y en un personaje anónimo que
conocemos como el Siervo de Dios; dentro del Nuevo Testamento, en Jesús. Este
Viernes Santo puede resultarnos muy aleccionadora la comparación de los tres
personajes.
1. Job
El mensaje del libro de Job es de los menos conocidos y más deformados. Para
la mayoría de la gente, Job es el justo paciente, que sufre con serenidad los mayores
males, aceptándolos como venidos de la manos de Dios, y es recompensado al final de
la historia. Esta visión tan equivocada se debe a que la mayoría de la gente sólo conoce
el comienzo y el final del libro, basado en un antiguo cuentecito, que invitaba a aceptar
el sufrimiento. Sin embargo, la originalidad del libro bíblico consiste en que su autor,
entre ese comienzo y el final feliz coloca 39 capítulos en verso, donde Job no se
manifiesta como el justo paciente, sino como el justo rebelde.
Voy a recordar brevemente cómo se desarrolla el drama de Job.
La historia inicial
El cuentecito inicial nos habla de un hombre muy bueno y multimillonario. Era
«justo y honrado, religioso y apartado del mal. Tenía siete hijos y tres hijas. Tenía siete
mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas burras y una
servidumbre numerosa. Era el más rico entre los hombres de oriente.»
Dios está orgulloso de él. Pero un personaje de la corte celeste, el Satán, está
convencido de que la piedad de Job es interesada. Es bueno porque las cosas le van
bien. Si empiezan a irle mal, terminará maldiciendo a Dios. Surge así una apuesta en la
que Dios permite al Satán que pruebe a Job con toda clase de pérdidas, pero sin tocarlo
en su propio cuerpo. Job pierde todos sus bienes y a todos sus hijos, pero su reacción no
es la que esperaba al Satán, sino “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Bendito sea
el nombre del Señor”. Dios ha ganado la apuesta. Pero el Satán no está convenido. Si
Job no ha maldecido a Dios es porque no quiere que lo castigue en su propio cuerpo.
Pase perder el dinero y el amor, los hijos, pero no la salud. Dios le permite hacerle sufrir
con toda clase de llagas malignas, desde la planta del pie a la coronilla. Pero la respuesta
de Job sigue siendo positiva: “Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los
males?” En ninguna ocasión consigue el Satán que Job maldiga a Dios. Aquí terminaría
el cuento primitivo, añadiendo que Dios devolvía a Job todos sus bienes y a sus hijos.
Job y sus amigos
En este momento de la historia es cuando el autor introduce a tres amigos del
protagonista, que acuden a consolarlo porque se han enterado de su sufrimiento. Son
tres hombres buenos, de gran fe y devoción. Pero, irónicamente, lo que no consiguió el 2
Satán van a conseguirlo ellos. Que Job termine maldiciendo a Dios y blasfemando.
Tras el largo silencio de siete días, Job maldice su existencia. No acusa a Dios ni
lo ataca. Pero se queja de vivir sin paz, sin calma, sin descanso, en puro sobresalto
(3,26). Los amigos intentan consolarlo, pero con expresiones e ideas que significan una
ofensa a Job y hacen que el diálogo resulte cada vez más duro e insultante.
Los amigos parten de una visión optimista del mundo. Todo tiene orden y
sentido. Dios sólo aflige a los malvados, que nunca triunfan, a pesar de sus éxitos
pasajeros. En cambio, protege a los justos y los salva en todo momento (Elifaz en 5,2--
16). De forma más o menos expresa, los amigos repetirán con ligeras variantes:
– Si Dios te aflige con el sufrimiento es porque has pecado.
– La solución consiste en aceptar el castigo divino y arrepentirse.
– Si te arrepientes, Dios te devolverá tus bienes.
Job se rebela contra esta teología tradicional, que considera pura palabrería,
deseos de defender a Dios con mentiras e injusticias (13,1-7; 16,2.4; 21,34). Se niega a
aceptar la visión optimista del mundo. Su propia experiencia le abre al sufrimiento que
reina en el mundo, a las injusticias y desgracias de todo tipo. Y observa:
– Dios castiga también a los inocentes (9,22-24).
– Los malvados lo pasan muy bien, bendecidos por Dios (c.21).
Por eso, la solución no radica en aceptar el sufrimiento ni en arrepentirse. Sólo
caben dos salidas: pelear con Dios, o discutir con El ante un tribunal para ver quién
lleva razón. Pero ambas salidas son imposibles (c.9). Pelear con Dios llevaría a la
muerte, porque El es más poderoso y se complace en humillar y herir (10,13-17).
Llevarlo a juicio parece utópico, porque Dios no se presentará, o si lo hace no atenderá a
razones.
Al verse sin salida, Job pasa por todos los estados de ánimo. Unas veces suplica,
otras reprocha a Dios su crueldad, otras blasfema, otras insiste pidiendo un juicio. En
cualquier hipótesis, siempre se niega a admitir que exista una proporción entre sus
posibles pecados y el castigo de Dios. Y tampoco acepta que el orden del mundo sea
perfecto.
Así, capítulo tras capítulo, se desarrolla el debate con los amigos, en tres ruedas
que agotan todos los argumentos y llevan la discusión a un punto muerto. El c.28 saca el
balance de todo lo anterior. Tanto Job como sus amigos han intentado alcanzar la
sabiduría, llegar a una explicación aceptable de los misterios del mundo y de la vida
humana. Pero todos han fracasado. El hombre puede alcanzar los mayores tesoros,
penetrar en las profundidades de la tierra. Pero no puede alcanzar la sabiduría, porque
ésta es patrimonio exclusivo de Dios (28,12-23).
Job y Dios
La discusión ideológica ha terminado en un callejón sin salida. Pero Job no se da
por vencido. Toma de nuevo la palabra, en un triste poema que contrasta el bienestar del
pasado (c.29) con las desgracias del presente (c.30), para terminar con una profesión de
inocencia (c.31). No ha ofendido a Dios, no ha dado motivos para sufrir este castigo. Si
no lleva razón, que Dios se presente a juicio y «que mi rival escriba su alegato» (31,35).
Y Dios se presenta, pero no para ser juzgado, sino para defenderse en dos largos
discursos. Job ha puesto en duda el recto orden del mundo y la forma en que Dios lo
gobierna. A estos dos temas responden los dos discursos de Dios. El primero (38,1-
40,1) hace que Job se fije en la naturaleza física y en los animales. Todos ellos
demuestran la ignorancia de Job y la sabiduría y el poder de Dios. Por otra parte, la
elección de los animales parece intencionada: leones, cuervos, gamuzas, asno salvaje, 3
búfalo, avestruz, caballo, halcón, águila. No son precisamente los animales útiles para el
hombre (a excepción del caballo, al que, por lo demás, los israelitas siempre miraron
con recelo), sino los que escapan a su dominio. Esto demuestra que Dios se hace cargo
de toda la creación, no sólo de lo que al ser humano le interesa; igual que hace llover
sobre zonas desérticas (38,25-27), aunque esto no reporte al hombre ningún beneficio.
El Dios del primer discurso demuestra que en el mundo existe orden, belleza y
perfección, providencia incluso hasta lo más remoto. Si Job no lo capta, incluso lo
niega, es porque se encierra en sí mismo, contemplándolo todo a través de sus intereses
personales y de los del hombre.
Job reconoce su pequeñez en 40,3-5. Promete no volver a hablar. Pero Dios no
ha terminado. Le queda por tratar el segundo problema: su forma de gobernar el mundo,
luchando contra el mal y la injusticia. Dios comienza haciéndole caer a Job en la cuenta
de lo difícil que es acabar con la injusticia y los malvados (40,6-14); él no podría
conseguirlo. Lo mismo que sería incapaz de cazar al hipopótamo (40,15-24) o de vencer
al cocodrilo (40,25-41,26). Estos dos animales, más que seres físicos son símbolos de
las fuerzas del mal. El hombre no puede derrotarlos. Dios, en cambio, se da por
supuesto que puede hacerlo. Es lo que reconoce Job en su última intervención (42,1-6),
admitiendo que ha hablado de grandezas que no conocía, «de maravillas que superan mi
comprensión». Pero lo más importante es que estas intervenciones de Dios han supuesto
para Job un descubrimiento del Señor. «Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis
ojos» (42,5). Así, la crisis de la idea de Dios, que había aflorado potentemente en la
discusión con los amigos, queda ahora superada gracias a un conocimiento nuevo del
mismo Dios.
Dios, los amigos y Job
Antes del final feliz, el autor ha añadido unas palabras relativas a los amigos que
encierran profunda ironía. Dios se dirige al más anciano, Elifaz de Temán, y le dice:
«Estoy irritado contra ti y tus dos compañeros porque no habéis hablado rectamente de
mí, como lo ha hecho mi siervo Job. Por tanto, tomad siete novillos y siete carneros,
dirigíos a mi siervo Job y ofrecedlos en holocausto y mi siervo Job intercederá por
vosotros. Yo haré caso a Job y no os trataré como merece vuestra temeridad, por no
haber hablado rectamente de mí, como lo ha hecho mi siervo Job» (Job 42:7-8).
Cuando uno recuerda el esfuerzo de los amigos por defender a Dios, y los ataques e
insultos que Job ha dirigido a Dios, resulta sorprendente escuchar que los amigos no han
hablado rectamente de Dios y Job, sí. Es un duro ataque a la teología tradicional y
superficial.
Resumen
La actitud de Job ante el sufrimiento pasa por etapas muy distintas: desde la
admirable aceptación inicial, hasta la rebeldía creciente, la acusación a Dios y la
blasfemia, para terminar en la aceptación humilde del misterio y el descubrimiento de
una nueva imagen de Dios.
2. El Siervo de Yahvé
En relación con el sufrimiento, el Antiguo Testamento habla también de un
personaje misterioso, muy distinto al de Job en todos los aspectos.
Ante todo, debemos conocer el contexto histórico, porque este personaje no es 4
protagonista de un cuento, como Job: vive y muere en una época muy concreta, la de
mediados del siglo VI a.C. Parte del pueblo judío se encuentra deportado junto a los
canales de Babilonia, «acordándose con nostalgia de Sión» (Sal 137). En ese momento,
Dios les promete la intervención de dos personajes muy distintos, con misiones
complementarias: un rey que salvará militarmente y un profeta que salvará
espiritualmente. El rey es Ciro de Persia, que conquistará Babilonia y permitirá a los
judíos volver a su patria; el profeta, un personaje anónimo, alentará, reunirá y salvará a
las tribus de Israel después de la liberación política. Ambos personajes reciben el mismo
título honorífico, “Siervo del Señor”.
El que nos interesa es el segundo, el profeta, del que sea habla en tres poemas.1
En ellos no se habla de su estatus social ni familiar. Ignoramos si estaba casado y tenía
hijos, si era rico o pobre. Su historia se cuenta de forma muy curiosa. En los dos
primeros poemas es el mismo Siervo quien habla y cuenta las diversas etapas de su
vida. El tercer poema se centra en su destino final, pero en él el Siervo no pronuncia una
palabra, sólo hablan Dios y el pueblo.
Las diversas etapas de su vida: poemas 1º (Is 49,1-6) y 2º (Is 50,4-9)
Cuando el Siervo recuerda su vida comienza trazando un panorama maravilloso.
De Job se decía que era un hombre «justo, religioso, honrado y apartado del mal»; el
Siervo está íntimamente unido al Señor desde el seno materno.
Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó;
en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre.
3
Y me dijo: Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.
Desde el seno materno hasta que Dios lo proclama su siervo y le encomienda
una misión han debido pasar muchos años. Pero no los menciona. En cuanto a la misión
recibida, se va desvelando poco a poco. Inicialmente se refería exclusivamente al pueblo
de Israel, a reunir sus tribus y convertirlas. Para ello sólo cuenta con su palabra.
4
Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado,
para saber decir al abatido una palabra de aliento.
En teoría se trata de una misión muy bonita. En la práctica, la tarea de consolar y
convertir a los israelitas en una época de profunda crisis parece haber chocado con el
desinterés o la incredulidad de la gente. Diversos textos bíblicos de esa época
demuestran que la tarea no era fácil. Los más radicales decían: «Dios no hace nada, ni
bueno ni malo» (Sof). Otros ponían en boca de Jerusalén la queja: «El Señor me ha
abandonado, mi marido me ha olvidado» (Is 49,14). Otros comparaban al pueblo con un
cuerpo muerto: «Nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha
desvanecido; estamos perdidos» (Ez 37,11).
Y el protagonista, al intentar llevar a cabo su misión, encuentra tantas
dificultades que termina desanimado y entra en profunda crisis:
En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas.
A pesar de todo, supera la crisis gracias a su confianza en Dios, y éste le señala
incluso una misión más amplia. Ya no se limita al pueblo de Israel sino que se extiende
al mundo entero:
te hago luz de las naciones,
para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.
Sin embargo, la situación no mejora, al contrario. La oposición aumenta y se
pasa del desinterés a los ataques morales y físicos.
1
Con mucha frecuencia, el primer canto dedicado a Ciro (Is 42,1-4) ha sido relacionado con el
profeta. Pero su claro contenido político mueve a aplicarlo a Ciro. 5
5
El Señor me abrió el oído: yo no me resistí ni me eché atrás:
6
ofrecí la espalda a los que me apaleaban,
las mejillas a los que me mesaban la barba;
no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos.
En estos momentos, el Siervo afronta el sufrimiento convencido de que Dios está
de su parte, lo defiende, nadie podrá condenarlo.
7
El Señor me ayuda, por eso no me acobardaba;
por eso endurecí el rostro como pedernal,
sabiendo que no quedaría defraudado.
8
Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí?
9
El Señor me ayuda, ¿quién me condenará?
Mientras Job veía a Dios como un adversario y pedía alguien que lo defendiese,
el Siervo está convencido de que su defensor es Dios y que nadie podrá condenarlo.
Pero se equivoca. Mejor dicho, lleva razón, pero de un modo muy distinto a como
parece a primera vista.
El desenlace: poema 3º (Is 52,13-53,12)
Esto es lo que cuenta el tercer poema (Is 52,13-53,12), en el que el Siervo no
dice nada y sólo hablan Dios y el pueblo. Comienza Dios cantando el triunfo final de su
Siervo. Pero en medio habla el pueblo, ofreciendo un punto de vista muy distinto sobre
la vida y el final del Siervo. Ellos no lo veían como un ser maravilloso, elegido por Dios
desde el seno de su madre, con una gran misión. Para ellos, era «como un brote crecido
en tierra árida», «no tenía presencia ni belleza que atrajera nuestras miradas, ni aspecto
que nos cautivase»; «un hombre hecho a sufrir, curtido en el dolor». Como si el Siervo
fuese desde niño una especie de Job sentado en medio de la ceniza y raspándose las
llagas con una tejuela.
Pero este sufrimiento suyo no provoca la compasión de la gente. En un primer
momento se lo desprecia, se lo mantiene lejos, se lo tiene por nada. Más tarde la
reacción es peor. Como los amigos de Job, terminan acusándolo de su propia desgracia
y afirmando que ha sido Dios quien lo ha afligido por culpa de sus pecados. «Lo
tuvimos por un contagiado, herido de Dios y afligido». A un pecador es lícito acusarlo,
incluso injustamente, sin entablar un verdadero proceso. Pero el Siervo, a diferencia de
Job, no se rebela. No ataca a sus enemigos ni maldice a Dios. «Maltratado, aguantaba,
no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante el
esquilador, no abría la boca.» El falso proceso termina condenando a muerte al Siervo
como criminal y se le dará una sepultura infamante entre los malhechores.
Pero al cabo del tiempo, después de muerto, se produce en el pueblo un cambio
imprevisto. Como si los amigos de Job reconocieran que son ellos los culpables de sus
desgracias, muchos de los que habían presenciado el sufrimiento del Siervo y lo habían
considerado un maldito de Dios, ahora reconocen que
«Él soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores,
fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes.»
No sabemos cómo, este grupo descubre el misterio del sufrimiento del Siervo. El
punto de partida no está en el Siervo, sino en el pueblo, en lo mucho que ha ofendido a
Dios. En vez de mantenerse fiel a él y de seguirle, lo ha abandonado. Cada cual ha cogido
el camino que más le gusta y todos se han descarriado, cayendo en toda clase de crímenes.
Alguien tiene que pagar esa ofensa. Y lo sorprendente es que no serán los culpables
quienes paguen sino el inocente.
«Sobre él descargó el castigo que nos sana 6
y con sus cicatrices nos hemos curado.»
Entre las frases que pronuncia este grupo hay una de especial interés y dureza,
cuando afirma que «el Señor quiso triturarlo con el sufrimiento». En el caso de Job, era el
Satán quien provocaba los sufrimientos del protagonista. En el caso del Siervo, es el
mismo Dios. Sin embargo, ese Dios que aparentemente maltrata a su Siervo, toma la
palabra al final del poema para cantar su triunfo y explicar el sentido de todo lo ocurrido.
«Mi siervo inocente rehabilitará a todos porque cargó con sus crímenes.
Por eso le asignaré una porción entre los grandes
y repartirá botín con los poderosos:
porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores,
él cargó con el pecado de todos e intercedió por los pecadores.
Resumen
La actitud del Siervo de Dios ante el sufrimiento es muy distinta a la de Job. No
lo convierte en tema de debate, ni lo lleva a la blasfemia. Su actitud podemos resumirla
en tres palabras: aceptación del sufrimiento como elemento que forma parte del plan de
Dios para salvar a su pueblo; firmeza en las pruebas y confianza absoluta en Dios. Por
otra parte, su sufrimiento, igual que el de Job tiene un final feliz.
3. Jesús
A diferencia de Job, Jesús no es un multimillonario rodeado de hijos y de bienes.
A diferencia del Siervo, su vida no es puro sufrimiento. Hay momentos de alegría, de
triunfo, en los que la gente lo admira y alaba, lo siguen multitudes, se comprometen con
él unos discípulos que lo abandonan todo por seguirle.
Pero el sufrimiento forma parte integrante de la vida de Jesús, con bastantes
parecidos a la del Siervo: la oposición radical de ciertos grupos que terminará con su
condena a muerte. ¿Cómo reacciona Jesús ante el sufrimiento? Lo anuncia, lo interpreta,
lo acepta y lo utiliza para enseñar.
Lo anuncia
Jesús sabe perfectamente lo que va a ocurrirle. La prueba no se presenta de
improviso, como en el caso de Job, que pierde inesperadamente todas sus posesiones,
sus hijos y la salud. Según los evangelios sinópticos, Jesús anunció tres veces a lo largo
de su vida lo que iba a ocurrirle.
1º: «Y empezó a explicarles que aquel Hombre tenía que padecer mucho, ser
rechazado por los senadores, los sumos sacerdotes y los letrados, sufrir la muerte y
después de tres días resucitar» (Mc 8:31).
2º: «Este Hombre va a ser entregado en manos de hombres que le darán muerte;
después de morir, al cabo de tres días, resucitará» (Mc 9:31)
3º: «Mirad, estamos subiendo a Jerusalén: este Hombre será entregado a los
sumos sacerdotes y los letrados, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos,
que se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y le darán muerte, y al cabo de tres días
resucitará» (Mc 10:33-34)
A estos tres anuncios tan conocidos hay que añadir otros, más cercanos al
momento de la pasión, que reflejan la misma conciencia. Dos días antes de la Pascua en
la que había de morir, cuando algunos discípulos critican a la mujer que le ha ungido
con un perfume muy caro, los calla diciéndoles: «ha embalsamado de antemano mi 7
cuerpo para la sepultura» (Mc 14,8). Durante la cena de Pascua anuncia que uno de los
presentes lo va a traicionar (Mc 14,18-21). Cuando bendice la última copa de la cena
dice: «Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos» (Mc 14,24).
En la versión de Marcos todo termina con lo que podríamos llamar el cuarto anuncio de
la pasión y resurrección: «Todos vais a fallar, como está escrito: Heriré al pastor y se
dispersarán las ovejas. Pero, cuando resucite, iré delante de vosotros a Galilea»
(Mc 14:27-28).
Lo interpreta
Todos los anuncios de la pasión terminan con la certeza de que «al cabo de tres
días resucitará». Incluso, más expresamente, que cuando resucite iré delante de vosotros
a Galilea.
De este modo Jesús está interpretando todo el sufrimiento (rechazo, persecución,
insultos, torturas físicas y muerte) como un momento transitorio en el conjunto de su
vida. Todo eso no es lo definitivo, el punto final. Lo definitivo es la victoria. Y quiere
transmitir la misma certeza y confianza a sus discípulos, aunque sin mucho éxito.
Esta interpretación se encuentra también en el evangelio de Juan con una imagen
muy expresiva. La escena ocurre en Jerusalén, poco antes de la pasión. Jesús se
encuentra en la enorme explanada del templo, y de pronto se le acercan dos discípulos,
Andrés y Felipe, a decirle que unos peregrinos griegos quieren saludarlo. Es un símbolo
de que su persona y su mensaje han traspasado los límites de Israel y su fama comienza
a extenderse por todo el mundo. Y Jesús les dice a los discípulos: «Ha llegado la hora
de que este Hombre sea glorificado. Sí, os lo aseguro, si el grano de trigo cae en tierra y
no muere, queda infecundo; en cambio, si muere, da fruto abundante» (Jn 12,23-24).
La muerte del grano de trigo no significa su derrota, todo lo contrario. Como da
fruto es pudriéndose en tierra. Del mismo modo interpreta Jesús su sufrimiento y su
muerte, no como un fracaso sino como un camino hacia la glorificación.
Lo acepta
Según cuenta el evangelio de Juan, un día los discípulos, viendo que Jesús no
comía, lo animaron a hacerlo: «Maestro, come». Y él les respondió. «Mi alimento es
hacer la voluntad del que me envió y realizar su obra» (Jn 4,34). A lo largo de toda su
vida esto es lo que pretende Jesús: cumplir la voluntad de Dios. Esto es relativamente
fácil cuando las cosas van bien. Lo difícil es cuando el plan de Dios exige algo muy
doloroso, incluso la muerte.
Los evangelios sinópticos han descrito la actitud de Jesús en esas circunstancias
a través de lo ocurrido en el huerto de Getsemaní. El estado de ánimo en el que se
encuentra lo describen Marcos y Mateo con estas palabras: «Tomó con él a Pedro,
Santiago y Juan y empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: Me muero de
tristeza» (Mc 14,33-34). Lucas añade algo más: la angustia que experimenta Jesús es tan
fuerte que «le corría el sudor como gotas de sangre cayendo al suelo» (Lc 22:44).
Jesús es más consciente que nunca de que va a morir, e imagina todo lo que va a
ocurrir hasta ese momento. Este sufrimiento no lo acepta en silencio como el Siervo de
Dios, sino que pide que desaparezca si es posible. «Abba, Padre, tú lo puedes todo,
aparta de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mc 14:36). Y así por
tres veces. La oración, por muy intensa y larga que sea, no le sirve para tranquilizarse
por completo ni para aceptar sin más un plan de Dios tan misterioso y tan duro.
El evangelio de Juan no cuenta la oración del huerto, pero tiene un episodio que 8
ofrece el mismo mensaje. Se trata del que comentábamos antes, cuando Andrés y Felipe
le anuncian el deseo de saludarle de unos griegos. En un primer momento, Jesús
interpreta el hecho como algo muy positivo: su muerte será el camino para producir
fruto. «Quien tiene apego a la propia existencia, la pierde; quien desprecia la propia
existencia en el mundo, la conserva para una vida sin término». Pero estas palabras,
aunque sean verdad, hay momentos en que no sirven de nada, parecen un deseo inútil de
engañarse. No consiguen suprimir la angustia profunda de Jesús, que siente la tentación
de pedir al Padre que lo libre de ese trance. «Ahora me siento agitado. ¿Le pido al Padre
que me saque de esta hora? ¡Pero si para esto he venido, para esta hora! ¡Padre, glorifica
tu nombre!» (Jn 12,27s). Sin tanto dramatismo como en los sinópticos, tenemos aquí la
misma angustia, el mismo deseo de eludir el sufrimiento, y la misma aceptación final de
la voluntad de Dios.
Lo utiliza para enseñar
A sufrir callando. En el relato de la pasión hay tres interrogatorios (Consejo,
Pilato, Herodes) y mucha gente que se burla de Jesús y lo increpa. Lo que admira en
este contexto es su silencio. Ante el Consejo: «Él seguía callado y no respondía nada»
(Mc 14,61). Ante Pilato: «Jesús no contestó nada más, de suerte que Pilato estaba muy
extrañado» (15,5).
A no recurrir a la violencia para evitar al sufrimiento. Es lo que intenta uno de
los presentes durante el prendimiento: empuña un machete y le corta la oreja al criado del
sumo sacerdote. Es el recurso a la violencia para defender a Jesús, pero que más tarde
algunos cristianos podrían proponer como lícito cuando los perseguían. Por eso Mt le
concede mucha importancia a esta escena. En primer lugar, Jesús denuncia esta actitud
como muy peligrosa humanamente: «el que a espada mata, a espada muere». Además, en
este caso, el recurso a la violencia impediría el cumplimiento de las Escrituras.
A perdonar. «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Lo dice de
quienes lo han condenado, de quienes lo crucifican, de quienes se burlan de él.
A morir. «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». En el momento de la
muerte, el más amargo, el más desconcertante, Jesús sigue viendo a Dios como Padre y
la muerte como un acto de ponerse en sus manos.
4. Conclusión
Job, el Siervo y Jesús representan tres formas distintas de situarse ante el
problema del sufrimiento, muy parecidas las del Siervo y Jesús, muy distinta la de Job.
Pero todas ellas se encuentran en la Biblia y a través de las tres nos habla Dios.
El ejemplo de Job es útil para no escandalizarse ante la posible rebeldía que
podemos experimentar a veces frente al misterio del mal. El Siervo y Jesús son modelos
que nos ayudan a superar las pruebas y nos fortalece con la esperanza del triunfo definitivo junto a Dios.
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