domingo, 15 de marzo de 2015
¿POR QUÉ MURIÓ JESÚS?
LA MUERTE DE JESÚS
José Serafín Béjar Bacas
Profesor de cristología
Facultad de teología de Granada
No siempre coinciden las razones por las cuales matan a un hombre, con las razones por las cuales un hombre se deja matar. Se establece así un doble nivel que es necesario clarificar. Por un lado, tenemos el escenario de la historia. Este escenario apunta a una historia de libertades humanas que se cruzan, de intereses encontrados, señala a un conflicto generado en el corazón del judaísmo del año 30; en definitiva, la historia de los hombres que sentenciaron y ejecutaron la condena a muerte de Jesús. Pero, al mismo tiempo, existe otro nivel de comprensión de los sucesos de pasión que nos transportan a las profundidades de conciencia de Jesús.
Los hechos de la vida siempre dejan una huella en nosotros y, si somos honestos con nuestra propia biografía, necesitamos integrar esos hechos para ser nosotros los que vivamos los acontecimientos y no los acontecimientos los que nos vivan a nosotros. En el caso de Jesús de Nazaret, y a propósito de la cercanía de su muerte, no fue distinto. Así pues, podemos distinguir entre “matar” y “morir”; dos verbos que nos aportan el ritmo interno de la presente reflexión y que, de un modo natural, dan lugar a dos preguntas: la primera, hecha de historia, ¿por qué mataron a Jesús?; y la segunda, hecha de conciencia vivida, ¿por qué murió Jesús?, o, ¿cómo entendió Jesús su propia muerte?
¿Por qué mataron a Jesús? En el escenario de la historia de pasión, los evangelios nos hablan de un doble juicio: uno de carácter religioso y otro de carácter político. Este doble juicio pone de manifiesto cómo el “conflicto” fue uno de los hechos más incontestables de la vida de Jesús. En efecto, los evangelios se articulan en torno al conflicto que el ministerio público de Jesús generó con las autoridades religiosas de aquel tiempo. En este sentido, es interesante arrancar de nosotros ideas comúnmente aceptadas donde, la muerte de Jesús, es contemplada como la realización de un designio eterno de salvación querido por Dios Padre, independientemente de los hombres. No es Dios Padre el que quiere la muerte de su Hijo, sino que fueron los dirigentes religiosos del judaísmo del siglo I los que provocaron la muerte de Jesús. ¿Por qué? Porque la “pretensión” de este judío marginal les parecía intolerable y blasfema: decidirse por Dios, aquí y ahora, en la persona de un carpintero venido de la Galilea, era algo inadmisible. Que la causa de Dios fuera la causa de Jesús, ponía de manifiesto una lucha de dioses: el Dios de Jesús no era el Dios de la religión oficial. Esta es la atmósfera que se respira en el juicio religioso que Jesús tiene ante el Sanedrín. Detrás de las preguntas y de los silencios, que encontramos relatados en los evangelios, se percibe la constatación de una irritante pretensión, peligrosa para el sostenimiento de aquel sistema religioso: “Por eso los judíos tenían aún más ganas de matarle, porque no solo no observaba el mandato sobre el sábado, sino que además se hacía igual a Dios al decir que Dios era su propio Padre” (Jn 5,18); “Los judíos le contestaron: –No vamos a apedrearte por ninguna cosa buena que hayas hecho, sino porque tus palabras son una ofensa contra Dios. Tú, que no eres más que un hombre, te haces Dios a ti mismo” (Jn 10,33). Una vez celebrado el juicio ante el Sanedrín, se hacía necesario reconvertir la acusación religiosa en claves políticas. La astucia de los dirigentes religiosos del pueblo logró arrinconar a Pilato ante una disyuntiva, magistralmente formulada: “si sueltas a éste no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César” (Jn 19,12). “César” y “Rey de los judíos” eran dos absolutos que se excluían recíprocamente y, ante los cuales, se hacía inevitable optar. En el juicio político, Pilato tendrá clara su elección: “Entonces Pilato les entregó a Jesús para que lo crucificaran” (Jn 19,16).
¿Por qué muere Jesús? Jesús no pretendió la muerte como el horizonte de sentido de su existencia. Su presencia entre los hombres estaba al servicio de un Dios que aportaba vida: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Un Dios de felicidad, que se hacía presente en la persona de Jesús, creando un espacio nuevo de sanación y de salvación para todos los hombres. Hay una certeza que guía a Jesús en la realización de su ministerio: Dios actúa por mí y en mí; por lo tanto, “yo” estoy al servicio de esta vida. Ahora bien, este ofrecimiento de salvación, que otorga Jesús, comienza a generar un fuerte conflicto y topa con la incomprensión y la obstinación del pueblo: “Desde entonces dejaron a Jesús muchos de los que le habían seguido, y ya no andaban con él” (Jn 6,66). Según los evangelios, Jesús previó su muerte, había acontecimientos que la anunciaban. Pero no fue un espectador pasivo ante ella, sino que tuvo que aprender a compaginar en sus adentros esta muerte con su misión: “Nadie me quita la vida, sino que la doy por mi propia voluntad” (Jn 10,18). Si Jesús se comprendió a sí mismo como el cumplimiento de la presencia de Dios entre los hombres, y esta presencia era entendida como un amor incondicionalmente ofrecido, la posibilidad de un final trágico no podía obstaculizar esta misión. Jesús siguió viviendo en ese amor que bendice y perdona, incluso a los enemigos, en el tramo final de su vida: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os insultan” (Lc 6,27s). O de otro modo, si este amor incondicional del Abbá era salvación y vida ante los poderes que, en este mundo, aniquilan al hombre y le restan felicidad (sufrimiento, enfermedad, injusticia…), también el Abbá, pensaba Jesús, habrá de imponerse al poder negador de lo humano por excelencia, que es la muerte. Jesús caminó hacia la cruz seguro de que la muerte, su muerte, no podía detener la salvación: “porque os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios” (Lc 22,18).
Por tanto, Jesús asumió su propia muerte como una forma de fidelidad al Dios Abbá. Y ello precisamente porque su Padre es el Fiel; siempre ofrecido sin condiciones a este mundo, más allá de la aceptación o el rechazo que los hombres le profesan. Por esta fidelidad, Jesús entenderá su muerte como el último servicio que puede prestar para la salvación de todos los hombres, para el alumbramiento de un nuevo modo de ser, para la salida de la inconsciencia, para la cura de la ceguera. El abandono de esta misión, aun cuando su propio pueblo iba a darle muerte, hubiera significado la desacreditación del Dios que actuaba por Él y en Él.
Textos de profundización
La muerte tuvo lugar en un viernes, sin que podamos precisar si este viernes era el día de la Pascua solemne o era por el contrario la víspera de Pascua. Tampoco aquí la cronología de los Sinópticos y de San Juan coinciden, ya que ambos tienen intereses distintos y dan primacía a unas u otras dimensiones de la realidad de Jesús: los sinópticos a los hechos vividos por Jesús; San Juan, en cambio, a la significación universal de estos hechos […] La conclusión generalizada es que murió el 14 o 15, viernes, del llamado mes de Nisán (mes de la primavera), y que tal ejecución tuvo lugar en torno al año 30 de nuestra era. En la cronología romana correpondía al año 783 de la fundación de la Urbs (Ab Urbe condita). La edad de Jesús era aproximadamente de unos treinta años. (Texto tomado de O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña del cristianismo, Salamanca 1998, 537)
La Patria ha entrado en el exilio: ¡ésta es la buena noticia de la cruz! A partir de ahora, no habrá jamás situación de dolor, de miseria o de muerte en la que la criatura humana pueda sentirse abandonada de Dios. Si el Padre ha tenido entre sus brazos al Abandonado del Viernes santo, tendrá entre sus brazos a todos nosotros, cualquiera que sea la historia de pecado, de dolor o de muerte de la que vengamos. A todo el que advierta el peso del dolor o de la muerte, el Evangelio de la Cruz, necedad para los griegos y escándalo para los judíos, le dice que no está solo. (Texto tomado de B. FORTE, Trinità per atei, Milano 1996, 59. La traducción es nuestra)
3. Algunas cuestiones para profundizar
1. Sería interesante trabajar las versiones de Juan y de los Sinópticos a propósito de la muerte de Jesús, estableciendo paralelismos y diferencias. Ya hemos indicado, en el texto anteriormente propuesto, cómo las cronologías son diferentes. De hecho, es interesante constatar que la perspectiva de acercamiento de los Sinópticos y la de Juan se ubican en planos diferenciados de realidad.
2. En la presentación del tema y en los dos textos reseñados intentamos hablar de la historia externa y de la historia interna, da matar y de morir, del porqué condenan a muerte a Jesús y del porqué Él mismo se deja matar. ¿Percibes dos niveles distintos de realidad? ¿Aportan algo a tu experiencia vital?
3. Intenta responder, a partir de la presentación de este tema, a la siguiente pregunta: ¿cómo entendió Jesús su propia muerte?
4. Comenta la siguiente frase: “El causante directo de esa muerte (se refiere a la de Jesús) no es por consiguiente ni la naturaleza, ni Dios, ni Jesús mismo sino los hombres, unos hombres” (GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Ibid., 546).
5. Materiales complementarios
- S. Béjar, Dios en Jesús. Evangelizando imágenes falsas de Dios, Ed. San Pablo, Madrid 2008 (especialmente páginas 149-177)
- B. Sesboüé, Creer. Invitación a la fe católica para las mujeres y los hombres del siglo XXI, Ed. San Pablo, Madrid 2001 (especialmente páginas 311-348)
Videoforum
El Gran Torino, es una película dirigida y protagonizada, en 2008, por Clint Eastwood. Sería interesante el visionado de este film en clave cristológica, concretamente referida al sentido de la muerte de Jesús. En la película se ponen de manifiesto dos formas de reacción ante el mal de nuestro mundo. Una primera forma reacciona con violencia ante la violencia, creando una espiral de odio. Una segunda forma responde a la violencia con la entrega de la propia vida. Paradójicamente, la entrega de la vida logra detener la espiral del mal y crear un orden objetivamente nuevo y distinto.
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