Dolores Aleixandre
No sé si ir a
confesarme o empezar una terapia. El asunto es que hace tiempo me aqueja una rara
modalidad de fotofobia , consistente en una resistencia casi patológica al
visionado de fotos. Desde siempre me ha
aburrido mirar tanto las propias como las ajenas, pero la llegada del móvil y
sus efectos secundarios de cámara + galería incorporadas, acentúa mi problema
hasta niveles alarmantes.
Si me llegan vía
whatsap, y el clip-vigía me anuncia: “Precaución: ¡Fotos!”, la solución salvo
raras excepciones, es un sencillo click de envío a la papelera; pero si la
demanda de exhibición es en vivo y en directo (míralas-tú-misma-en-mi-móvil o
te-va-a-encantar-verlas), me encuentro pillada entre el deseo de que no se
moleste el demandante de visionado y el de ejercer esa asertividad que tanto se nos
recomienda
hoy.
Lo de no-me-he-traido-las-gafas no suele darme buen
resultado porque, si el interlocutor/a es más o menos de mi edad, me ofrece las
suyas y se me cierra esa vía de escape. Si las voy viendo a toda mecha sin
preguntar por ej. : “¿Quién es la que está sentada en el suelo?”, “¿En qué
restaurante estabais?” o “¿Qué tiempo tiene el bebé?”, el efecto suele ser
contraproducente: mi evidente desgana provoca en el exhibidor una renovada
solicitud por explicarme cada foto para que mi distracción no me prive de su
disfrute.
Atrapada sin remedio en
este frenesí de intercambios fotográficos y víctima del acoso “compártelo con
tus amigos”, me
agobio a veces pensando si esta apatía será pecaminosa, a pesar de que en
general me gusta la gente y me interesan casi siempre sus historias, sus
relatos, su conversación y su proximidad.
Una escena del
evangelio (Mc 13,1-2 un poco amañado, eso sí), me tranquiliza bastante: “Le
dijeron sus discípulos: - ‘Maestro, fíjate qué construcciones tan
espectaculares’. Pero él, sin levantar los ojos del suelo, les dijo: -‘Paso de
mirarlas, chicos: a todo ese tinglado le quedan tres telediarios’”. Y siguió jugando a las canicas con un
grupo de niños.
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