Señor Director General,
Distinguidas autoridades aquí presentes,
Señoras y Señores:
Agradezco la invitación y las
palabras de bienvenida que me ha dirigido el Director General, profesor José
Graziano da Silva, y saludo con afecto a las autoridades que nos acompañan, así
como a los Representantes de los Estados Miembros y a cuantos tienen la
posibilidad de seguirnos desde las sedes de la FAO en el mundo.
Dirijo un saludo particular a los Ministros de agricultura del G7 aquí presentes, que han finalizado su Cumbre, en la que se han discutido cuestiones que exigen una responsabilidad no sólo en relación al desarrollo y a la producción, sino también con respecto a la Comunidad internacional en su conjunto.
Dirijo un saludo particular a los Ministros de agricultura del G7 aquí presentes, que han finalizado su Cumbre, en la que se han discutido cuestiones que exigen una responsabilidad no sólo en relación al desarrollo y a la producción, sino también con respecto a la Comunidad internacional en su conjunto.
1. La celebración de esta
Jornada Mundial de la Alimentación nos reúne en el recuerdo de aquel 16 de
octubre del año 1945 cuando los gobiernos, decididos a eliminar el hambre en el
mundo mediante el desarrollo del sector agrícola, instituyeron la FAO. Era
aquel un período de grave inseguridad alimentaria y de grandes desplazamientos
de la población, con millones de personas buscando un lugar para poder
sobrevivir a las miserias y adversidades causadas por la guerra.
A la luz de esto, reflexionar
sobre los efectos de la seguridad alimentaria en la movilidad humana significa
volver al compromiso del que nació la FAO, para renovarlo. La realidad actual
reclama una mayor responsabilidad a todos los niveles, no sólo para garantizar
la producción necesaria o la equitativa distribución de los frutos de la tierra
-esto debería darse por descontado-, sino sobre todo para garantizar el derecho
de todo ser humano a alimentarse según sus propias necesidades, tomando parte
además en las decisiones que lo afectan y en la realización de las propias
aspiraciones, sin tener que separarse de sus seres queridos.
Ante un objetivo de tal
envergadura lo que está en juego es la credibilidad de todo el sistema
internacional. Sabemos que la cooperación está cada vez más condicionada por
compromisos parciales, llegando incluso a limitar las ayudas en las
emergencias. También las muertes a causa del hambre o el abandono de la propia
tierra son una noticia habitual, con el peligro de provocar indiferencia. Nos
urge pues, encontrar nuevos caminos para transformar las posibilidades de que
disponemos en una garantía que permita a cada persona encarar el futuro con
fundada confianza, y no sólo con alguna ilusión.
El escenario de las relaciones
internacionales manifiesta una creciente capacidad de dar respuestas a las
expectativas de la familia humana, también con la contribución de la ciencia y
de la técnica, las cuales, estudiando los problemas, proponen soluciones
adecuadas. Sin embargo, estos nuevos logros no consiguen eliminar la exclusión
de gran parte de la población mundial: cuántas son las víctimas de la
desnutrición, de las guerras, de los cambios climáticos. Cuántos carecen de
trabajo o de los bienes básicos y se ven obligados a dejar su tierra,
exponiéndose a muchas y terribles formas de explotación. Valorizar la
tecnología al servicio del desarrollo es ciertamente un camino a recorrer, a
condición de que se lleguen a concretar acciones eficaces para disminuir el
número de los que pasan hambre o para controlar el fenómeno de las migraciones
forzosas.
2. La relación entre el hambre
y las migraciones sólo se puede afrontar si vamos a la raíz del problema. A
este respecto, los estudios realizados por las Naciones Unidas, como tantos
otros llevados a cabo por Organizaciones de la sociedad civil, concuerdan en
que son dos los principales obstáculos que hay que superar: los conflictos y
los cambios climáticos.
¿Cómo se pueden superar los
conflictos? El derecho internacional nos indica los medios para prevenirlos o
resolverlos rápidamente, evitando que se prolonguen y produzcan carestías y la
destrucción del tejido social. Pensemos en las poblaciones martirizadas por
unas guerras que duran ya decenas de años, y que se podían haber evitado o al
menos detenido, y sin embargo propagan efectos tan desastrosos y crueles como
la inseguridad alimentaria y el desplazamiento forzoso de personas.
Se necesita buena voluntad y
diálogo para frenar los conflictos y un compromiso total a favor de un desarme
gradual y sistemático, previsto por la Carta de las Naciones Unidas, así como
para remediar la funesta plaga del tráfico de armas. ¿De qué vale denunciar que
a causa de los conflictos millones de personas sean víctimas del hambre y de la
desnutrición, si no se actúa eficazmente en aras de la paz y el desarme?
En cuanto a los cambios
climáticos, vemos sus consecuencias todos los días. Gracias a los conocimientos
científicos, sabemos cómo se han de afrontar los problemas; y la comunidad
internacional ha ido elaborando también los instrumentos jurídicos necesarios,
como, por ejemplo, el Acuerdo de París, del que, por desgracia, algunos se
están alejando. Sin embargo, reaparece la negligencia hacia los delicados
equilibrios de los ecosistemas, la presunción de manipular y controlar los
recursos limitados del planeta, la avidez del beneficio.
Por tanto, es necesario
esforzarse en favor de un consenso concreto y práctico si se quieren evitar los
efectos más trágicos, que continuarán recayendo sobre las personas más pobres e
indefensas. Estamos llamados a proponer un cambio en los estilos de vida, en el
uso de los recursos, en los criterios de producción, hasta en el consumo, que
en lo que respecta a los alimentos, presenta un aumento de las pérdidas y el
desperdicio. No podemos conformarnos con decir «otro lo hará».
Pienso que estos son los
presupuestos de cualquier discurso serio sobre la seguridad alimentaria
relacionada con el fenómeno de las migraciones. Está claro que las guerras y
los cambios climáticos ocasionan el hambre, evitemos pues el presentarla como
una enfermedad incurable. Las recientes previsiones formuladas por vuestros
expertos contemplan un aumento de la producción global de cereales, hasta
niveles que permiten dar mayor consistencia a las reservas mundiales.
Este dato nos da esperanza y
nos enseña que, si se trabaja prestando atención a las necesidades y al margen
de las especulaciones, los resultados llegan. En efecto, los recursos
alimentarios están frecuentemente expuestos a la especulación, que los mide
solamente en función del beneficio económico de los grandes productores o en
relación a las estimaciones de consumo, y no a las reales exigencias de las
personas. De esta manera, se favorecen los conflictos y el despilfarro, y
aumenta el número de los últimos de la tierra que buscan un futuro lejos de sus
territorios de origen.
3. Ante esta situación podemos
y debemos cambiar el rumbo (cf. Enc. Laudato si', 53; 61; 163; 202). Frente al
aumento de la demanda de alimentos es preciso que los frutos de la tierra estén
a disposición de todos. Para algunos, bastaría con disminuir el número de las
bocas que alimentar y de esta manera se resolvería el problema; pero esta es
una falsa solución si se tiene en cuenta el nivel de desperdicio de comida y
los modelos de consumo que malgastan tantos recursos. Reducir es fácil,
compartir, en cambio, implica una conversión, y esto es exigente.
Por eso, me hago a mí mismo, y
también a vosotros, una pregunta: ¿Sería exagerado introducir en el lenguaje de
la cooperación internacional la categoría del amor, conjugada como gratuidad,
igualdad de trato, solidaridad, cultura del don, fraternidad, misericordia?
Estas palabras expresan, efectivamente, el contenido práctico del término
«humanitario», tan usado en la actividad internacional. Amar a los hermanos,
tomando la iniciativa, sin esperar a ser correspondidos, es el principio
evangélico que encuentra también expresión en muchas culturas y religiones,
convirtiéndose en principio de humanidad en el lenguaje de las relaciones
internacionales.
Es menester que la diplomacia y
las instituciones multilaterales alimenten y organicen esta capacidad de amar,
porque es la vía maestra que garantiza, no sólo la seguridad alimentaria, sino
la seguridad humana en su aspecto global. No podemos actuar sólo si los demás
lo hacen, ni limitarnos a tener piedad, porque la piedad se limita a las ayudas
de emergencia, mientras que el amor inspira la justicia y es esencial para
llevar a cabo un orden social justo entre realidades distintas que aspiran al
encuentro recíproco.
Amar significa contribuir a que
cada país aumente la producción y llegue a una autosuficiencia alimentaria.
Amar se traduce en pensar en nuevos modelos de desarrollo y de consumo, y en
adoptar políticas que no empeoren la situación de las poblaciones menos
avanzadas o su dependencia externa. Amar significa no seguir dividiendo a la
familia humana entre los que gozan de lo superfluo y los que carecen de lo
necesario.
El compromiso de la diplomacia
nos ha demostrado, también en recientes acontecimientos, que es posible detener
el recurso a las armas de destrucción masiva.
Todos somos conscientes de la
capacidad de destrucción de tales instrumentos. Pero, ¿somos igualmente
conscientes de los efectos de la pobreza y de la exclusión? ¿Cómo detener a
personas dispuestas a arriesgarlo todo, a generaciones enteras que pueden
desaparecer porque carecen del pan cotidiano, o son víctimas de la violencia o
de los cambios climáticos? Se desplazan hacia donde ven una luz o perciben una
esperanza de vida. No podrán ser detenidas por barreras físicas, económicas,
legislativas, ideológicas. Sólo una aplicación coherente del principio de
humanidad lo puede conseguir.
En cambio, vemos que se
disminuye la ayuda pública al desarrollo y se limita la actividad de las
Instituciones multilaterales, mientras se recurre a acuerdos bilaterales que
subordinan la cooperación al cumplimiento de agendas y alianzas particulares o,
sencillamente, a una momentánea tranquilidad. Por el contrario, la gestión de
la movilidad humana requiere una acción intergubernamental coordinada y
sistemática de acuerdo con las normas internacionales existentes, e impregnada
de amor e inteligencia. Su objetivo es un encuentro de pueblos que enriquezca a
todos y genere unión y diálogo, no exclusión ni vulnerabilidad.
Aquí permitidme que me una al
debate sobre la vulnerabilidad, que causa división a nivel internacional cuando
se habla de inmigrantes. Vulnerable es el que está en situación de inferioridad
y no puede defenderse, no tiene medios, es decir sufre una exclusión. Y lo está
obligado por la violencia, por las situaciones naturales o, aún peor, por la
indiferencia, la intolerancia e incluso por el odio. Ante esta situación, es
justo identificar las causas para actuar con la competencia necesaria.
Pero no es aceptable que, para
evitar el compromiso, se tienda a atrincherarse detrás de sofismas lingüísticos
que no hacen honor a la diplomacia, reduciéndola del «arte de lo posible» a un
ejercicio estéril para justificar los egoísmos y la inactividad. Lo deseable es
que todo esto se tenga en cuenta a la hora de elaborar el Pacto mundial para
una migración segura, regular y ordenada, que se está realizando actualmente en
el seno de las Naciones Unidas.
4. Prestemos oído al grito de
tantos hermanos nuestros marginados y excluidos: «Tengo hambre, soy extranjero,
estoy desnudo, enfermo, recluido en un campo de refugiados». Es una petición de
justicia, no una súplica o una llamada de emergencia. Es necesario que a todos
los niveles se dialogue de manera amplia y sincera, para que se encuentren las
mejores soluciones y se madure una nueva relación entre los diversos actores
del escenario internacional, caracterizada por
la responsabilidad recíproca, la solidaridad y la comunión.
la responsabilidad recíproca, la solidaridad y la comunión.
El yugo de la miseria generado
por los desplazamientos muchas veces trágicos de los emigrantes puede ser
eliminado mediante una prevención consistente en proyectos de desarrollo que
creen trabajo y capacidad de respuesta a las crisis medioambientales. La
prevención cuesta mucho menos que los efectos provocados por la degradación de
las tierras o la contaminación de las aguas, flagelos que azotan las zonas
neurálgicas del planeta, en donde la pobreza es la única ley, las enfermedades
aumentan y la esperanza de vida disminuye.
Son muchas y dignas de alabanza
las iniciativas que se están poniendo en marcha. Sin embargo, no bastan, urge
la necesidad de seguir impulsando nuevas acciones y financiando programas que
combatan el hambre y la miseria estructural con más eficacia y esperanzas de
éxito.
Pero si el objetivo es el de
favorecer una agricultura diversificada y productiva, que tenga en cuenta las
exigencias efectivas de un país, entonces no es lícito sustraer las tierras
cultivables a la población, dejando que el land grabbing (acaparamiento de
tierras) siga realizando sus intereses, a veces con la complicidad de quien
debería defender los intereses del pueblo. Es necesario alejar la tentación de
actuar en favor de grupos reducidos de la población, como también de utilizar
las ayudas externas de modo inadecuado, favoreciendo la corrupción, o la
ausencia de legalidad.
La Iglesia Católica, con sus
instituciones, teniendo directo y concreto conocimiento de las situaciones que
se deben afrontar o de las necesidades a satisfacer, quiere participar directamente
en este esfuerzo en virtud de su misión, que la lleva a amar a todos y le
obliga también a recordar, a cuantos tienen responsabilidad nacional o
internacional, el gran deber de afrontar las necesidades de los más pobres.
Deseo que cada uno descubra, en
el silencio de la propia fe o de las propias convicciones, las motivaciones,
los principios y las aportaciones para infundir en la FAO, y en las demás
Instituciones intergubernamentales, el valor de mejorar y trabajar
infatigablemente por el bien de la familia humana.
Gracias.
Gracias.
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