DIOS ESTÁ EN MARÍA Y
ESTÁ EN CADA UNO DE NOSOTROS
Lc 1, 26-38
Estamos celebrando una
fiesta entrañable, como todas las de María. Es una fiesta a la que podemos
sacar mucho más jugo hoy que en ningún momento anterior de la historia. Si no
existiera, tendríamos que inventarla. Vamos a intentar profundizar en su
significado. El que me siga, intentando comprender, podrá descubrir una
increíble riqueza de contenido. Os recuerdo que no escribo para que penséis
como yo, sino para que os atreváis a pensar.
Un primer paso sería
superar el error de confundir Inmaculada concepción con concepción virginal. La
‘Inmaculada’ hace referencia a la manera en que fue concebida María en el seno
de su madre. La concepción ‘virginal’ se refiere a la manera de concebir María
a su hijo Jesús. Son dos realidades completamente diferentes, y de muy diversa
importancia desde el punto de vista teológico. Hoy tratamos de María totalmente
pura desde su concepción.
Otra aclaración
imprescindible es que ser fiel a los dogmas no es repetirlos como papagayos sin
enterarnos del contenido teológico, que siempre está más allá de las palabras.
En el caso que nos ocupa, hay que tener en cuenta que, aunque solo ha pasado
siglo y medio de la proclamación del dogma, la manera de entender a Dios, al
hombre y el pecado (sobre todo el original) ha cambiado drásticamente. Esta
distinta perspectiva permite que el sentido teológico del dogma se profundice y
se enriquezca.
Hoy sabemos que la
grandeza del ser humano consiste en manifestar a Dios, no en su poder o en su
grandeza, sino en su capacidad de darse, de amar. María es grande por su
sencillez, porque acepta ser nada, separada de Dios. María no es una extraterrestre,
sino una persona humana exactamente igual que cada uno de nosotros. Lo único
extraordinario fue su fidelidad y disponibilidad, su capacidad de entrega.
Toda la grandeza de María esta encerrada en una sola palabra: "FIAT".
María no puso ningún obstáculo a que lo divino que había en ella se desplegara
totalmente; por eso, llegó a la plenitud de lo humano. Debemos alegrarnos de
que un ser humano pueda enseñarnos el camino de la plenitud, de lo divino.
¿Cómo fue posible que
María alcanzara esa plenitud? Para mí, está aquí el verdadero sentido del
dogma. Dentro de cada uno de nosotros, constituyendo el núcleo de nuestro ser,
existe una realidad trascendente, que no puede ser contaminada. Lo divino que
hay en nosotros, permanecerá siempre puro y limpio. María desplegó esta parte
de su ser hasta empapar todo lo que ella era, alma y cuerpo, si queremos hablar
así. Lo que celebramos es su plenitud, no un privilegio que consistiría en
quitarle una mancha antes de tenerla.
Sabemos que Dios no
actúa a la manera de las causas segundas. Dios es siempre causa primera. Dios
no puede hacer o deshacer, poner o quitar, restar o sumar. Dios es acto puro.
Actúa siempre, pero desde el ser, no desde fuera de él. Dios es la causa de que
todo ser, mi propio ser, sea lo que es en su esencia. Dios no puede tener
privilegios con nadie. Pablo nos acaba de decir que nos ha predestinado, a
todos, a ser santos e inmaculados ante Él por el amor. (la Vulgata traduce
amomous, por “immaculati”) ¿Hay que romperse la cabeza para traducirlo por
“inmaculados”? Cuánto nos cuesta aceptar la evidencia.
No caigamos en la
trampa de pensar que la elección de Dios es como la nuestra. Nosotros somos
limitados y la elección lleva consigo siempre una exclusión. Dios no funciona
así. Dios puede elegir a uno sin excluir a nadie, es decir puede elegir a todos
con la misma intensidad. Si no entendemos esto, devaluamos a Dios y la fiesta
perderá su verdadero sentido, que consiste en descubrir en nosotros lo que
hemos descubierto en María. Lo que tiene de original María, lo
puso ella, no Dios. Lo que celebramos es su respuesta a Dios. Si consideramos a
María como una privilegiada, podemos decir: si yo hubiera tenido los mismos
privilegios, hubiera sido igual que ella; y nos quedamos tan anchos. No, tú tienes
todo lo que ella tuvo, porque Dios se te ha dado totalmente como a ella. Si no
has llegado a lo que ella llegó, es por tu culpa. En todo caso, sigue siendo tu
meta.
En el fondo, esta
fiesta nos hace descubrir en María, lo que hemos descubierto en Jesús, la
absoluta presencia de Dios en un ser humano. El único título que Jesús se dio a
sí mismo fue “Hijo de hombre”, es decir modelo de hombre, hombre acabado. Claro
que cuando decimos que Jesús es el “Hombre” queremos decir “ser humano”, es
decir varón y mujer. Pues bien, María es la “Hija de mujer”, es decir la mujer
acabada.
Lo que de verdad
celebramos en esta fiesta es la posibilidad de descubrir en todo ser humano lo
divino. Tú, hombre o mujer, descubrirás que eres inmaculado si eres capaz de ir
más allá de toda la escoria que envuelve tu verdadero ser. Ese caparazón que
confundimos con nuestro ser, es el “ego”. Jesús lo dejó muy claro, no solo
cuando nos habla del tesoro escondido, de la perla preciosa, etc. sino cuando
nos descubre el valor interior de una prostituta, de un pecador público o de
una adúltera.
En María, como en
Jesús, podemos descubrir que Dios es encarnación. Ya algunos santos dijeron
hace mucho tiempo que en María se había dado una “casi encarnación”. Yo me
atrevo a quitar el “casi”. Es muy fácil de comprender. En Dios, el obrar y el
ser son lo mismo, pertenecen ambos a su esencia. Dios, todo lo que hace, lo es.
Si en Jesús descubrimos que Dios se encarnó, podemos decir que Dios es
encarnación. Si en la figura de Jesús, esto se nos escapa, porque
tendemos a pensar que es un extraterrestre, en María lo podemos descubrir con
total transparencia.
El núcleo íntimo de
María es inmaculado, incontaminado porque es lo que de Dios hay en ella. Es el
don de sí mismo que Dios hace a todos. Lo que debemos admirar en María es el
haber vivido esa realidad y haber transparentado lo divino a través de todos
los poros de su ser humano. María deja pasar la luz que hay en su interior sin
disminuirla ni tamizarla. De esta manera, María nos ayuda a descubrir el
auténtico Jesús: Dios hecho hombre.
Que nadie saque
conclusiones apresuradas. No estamos hablando de una auto-salvación. Dios es el
que salva al 100 por 100 y además salva siempre. Sin esa salvación, que se
manifestó en Jesús, no tendríamos nada que hacer. Pero si Él salva siempre y a
todos, que uno la alcance y que otro no alcance la salvación, no depende de
Dios, sino de cada uno, porque mi salvación depende también al 100 por 100 de
mí mismo.
En esta fiesta que
estamos celebrando queda meridianamente claro el principio de que Dios no
reacciona a las acciones de la criatura, sino que Él es el primero en actuar, y
siempre por pura gracia y sin que lo merezcamos. María está llena de gracia
desde el principio de su existencia, como todos los seres. Es curioso que el
evangelio dice “llena de gracia” y el dogma diga: “preservada de pecado”.
Podemos descubrir ahí, el maniqueísmo, que desde S. Agustín, enseña la oreja
por todas partes en nuestro cristianismo.
Imagina tu “yo”, tu
individualidad, como una cáscara, como un caparazón cerrado. Siempre has creído
que no eras más que eso. Incluso la religión ha insistido que eras algo vacío,
y lo has aceptado. Intenta romper ese cascarón y deslízate dentro de él... No
has salido de ti, si no que has entrado hasta tu verdadero ser. No tenías ni
idea. No lo conocías. Es el tesoro escondido. Es la perla preciosa. Es mucho
más que eso. Es lo que hay de Dios en ti. Es la parte de ti, aún no manchada,
que ni tú mismo puedes deteriorar. Ahí, eres inmaculado, eres inmaculada. Todo
lo que no es esa realidad, son vestidos, son capisayos, son
adornos o suciedad que impiden descubrir lo que cubren.
Fray Marcos
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