Homilía del
Papa Francisco en la Misa de la Solemnidad de Pentecostés
El Papa Francisco celebró la Solemnidad de Pentecostés con la
Santa Misa que presidió en la Plaza de San Pedro junto a miles de peregrinos
provenientes de todo el mundo.
En su homilía, el Pontífice advirtió contra la tentación de la
“diversidad sin la unidad” y de la “unidad sin diversidad” y aseguró que el
Espíritu Santo ayuda a perdonar.
“Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos
mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón”.
“Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande,
el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y
fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da
esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia”, afirmó.
A continuación, el texto completo de la homilía del Papa:
Hoy concluye el tiempo de Pascua, cincuenta días que, desde la
Resurrección de Jesús hasta Pentecostés, están marcados de una manera especial
por la presencia del Espíritu Santo. Él es, en efecto, el Don pascual por
excelencia. Es el Espíritu creador, que crea siempre cosas nuevas. En las
lecturas de hoy se nos muestran dos novedades: en la primera lectura, el
Espíritu hace que los discípulos sean un pueblo nuevo; en el Evangelio, crea en
los discípulos un corazón nuevo.
Un pueblo nuevo. En el día de Pentecostés el Espíritu bajó del
cielo en forma de «lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima
de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
en otras lenguas» (Hch 2, 3-4). La Palabra de Dios describe así la acción del
Espíritu, que primero se posa sobre cada uno y luego pone a todos en
comunicación. A cada uno da un don y a todos reúne en unidad. En otras
palabras, el mismo Espíritu crea la diversidad y la unidad y de esta manera
plasma un pueblo nuevo, variado y unido: la Iglesia universal. En primer lugar,
con imaginación e imprevisibilidad, crea la diversidad; en todas las épocas en
efecto hace que florezcan carismas nuevos y variados. A continuación, el mismo
Espíritu realiza la unidad: junta, reúne, recompone la armonía: «Reduce por sí
mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí» (Cirilo de Alejandría,
Comentario al Evangelio de Juan, XI, 11). De tal manera que se dé la unidad
verdadera, aquella según Dios, que no es uniformidad, sino unidad en la
diferencia.
Para que se realice esto es bueno que nos ayudemos a evitar dos
tentaciones frecuentes. La primera es buscar la diversidad sin unidad. Esto
ocurre cuando buscamos destacarnos, cuando formamos bandos y partidos, cuando
nos endurecemos en nuestros planteamientos excluyentes, cuando nos encerramos
en nuestros particularismos, quizás considerándonos mejores o aquellos que
siempre tienen razón. Entonces se escoge la parte, no el todo, el pertenecer a
esto o a aquello antes que a la Iglesia; nos convertimos en unos «seguidores»
partidistas en lugar de hermanos y hermanas en el mismo Espíritu; cristianos de
«derechas o de izquierdas» antes que de Jesús; guardianes inflexibles del
pasado o vanguardistas del futuro antes que hijos humildes y agradecidos de la
Iglesia. Así se produce una diversidad sin unidad. En cambio, la tentación
contraria es la de buscar la unidad sin diversidad. Sin embargo, de esta manera
la unidad se convierte en uniformidad, en la obligación de hacer todo juntos y
todo igual, pensando todos de la misma manera. Así la unidad acaba siendo una
homologación donde ya no hay libertad. Pero dice san Pablo, «donde está el Espíritu
del Señor, hay libertad» (2 Co 3,17).
Nuestra oración al Espíritu Santo consiste entonces en pedir la
gracia de aceptar su unidad, una mirada que abraza y ama, más allá de las
preferencias personales, a su Iglesia, nuestra Iglesia; de trabajar por la
unidad entre todos, de desterrar las murmuraciones que siembran cizaña y las
envidias que envenenan, porque ser hombres y mujeres de la Iglesia significa
ser hombres y mujeres de comunión; significa también pedir un corazón que
sienta la Iglesia, madre nuestra y casa nuestra: la casa acogedora y abierta,
en la que se comparte la alegría multiforme del Espíritu Santo.
Y llegamos entonces a la segunda novedad: un corazón nuevo. Jesús
Resucitado, en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: «Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn
20, 22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado
durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón. El Espíritu es el
primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados.
Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos mantiene
unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón. Porque el
perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos
a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón
libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón
no se construye la Iglesia.
El Espíritu de perdón, que conduce todo a la armonía, nos empuja a
rechazar otras vías: esas precipitadas de quien juzga, las que no tienen salida
propia del que cierra todas las puertas, las de sentido único de quien critica
a los demás. El Espíritu en cambio nos insta a recorrer la vía de doble sentido
del perdón ofrecido y recibido, de la misericordia divina que se hace amor al
prójimo, de la caridad que «ha de ser en todo momento lo que nos induzca a
obrar o a dejar de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están» (Isaac
de Stella, Sermón 31). Pidamos la gracia de que, renovándonos con el perdón y
corrigiéndonos, hagamos que el rostro de nuestra Madre la Iglesia sea cada vez
más hermoso: sólo entonces podremos corregir a los demás en la caridad.
Pidámoslo al Espíritu Santo, fuego de amor que arde en la Iglesia
y en nosotros, aunque a menudo lo cubrimos con las cenizas de nuestros pecados:
«Ven Espíritu de Dios, Señor que estás en mi corazón y en el corazón de la
Iglesia, tú que conduces a la Iglesia, moldeándola en la diversidad. Para vivir,
te necesitamos como el agua: desciende una vez más sobre nosotros y enséñanos
la unidad, renueva nuestros corazones y enséñanos a amar como tú nos amas, a
perdonar como tú nos perdonas. Amén».
No hay comentarios:
Publicar un comentario