Teresa, la santa de la otra dimensión
El título es
confuso e intentaré explicarlo para que los lectores sepan a qué me refiero.
Existen dos posibles modos de interpretar la figura de santa Teresa. Uno, desde
la aceptación de que Dios existe y que actúa en la vida de los creyentes y con
mucha evidencia en el caso Teresa: Él la hizo una mujer santa y,
como consecuencia, escritora y fundadora. Esta ha
sido la interpretación que ha prevalecido durante siglos y la que, creo, sigue
prevaleciendo. El fundamento se encuentra en los mismos textos teresianos
leídos con libertad, sin prejuicios ideológicos. Por mi cuenta aludo a los
siguientes hechos.
El primero fue
su “conversión definitiva”, una experiencia fundante obrada, según ella, por el
Espíritu Santo. El momento lo ha descrito como un cambio radical desde una vida
mediocre, sin relevancia espiritual en el convento de La Encarnación,
a una experiencia de liberación interior para amar con pasión, pero sin apegos
afectivos: “Desde aquel día yo quedé tan animosa para dejarlo todo por Dios
[…]. Ya aquí me dio el Señor libertad y fuerza para ponerlo
por obra […], en un punto me dio la libertad” (Vida, 24,
5-8). Se sitúa el hecho hacia el año 1556 y a partir de entonces se adensa en
su conciencia la certeza de que Dios no solo es un Ser existente, sino capaz de
actuar en su vida, una experiencia mística in crescendo hasta
su muerte. Pero hay más datos.
Pocos años después,
hacia 1560, Teresa se convierte en escritora capaz de narrar
unas experiencias de Dios que hasta entonces eran inefables y
la incapacitaban para darse a entender a los primeros censores. Y así nacieron
sus obras mayores. Primero, Vida (1562-1565); después y por
razones distintas, el Camino de perfección (1566-1567) y, en
plena madurez espiritual, las Moradas (1577). Pues bien,
Teresa es consciente de que escribe sus obras no solo bajo la inspiración
literaria, sino movida por un impulso divino. Valgan como ejemplo los
siguientes textos tan frecuentes en sus escritos. “Porque veo claro no
soy yo quien lo dice, que ni lo ordeno con el entendimiento, ni sé después cómo
lo acerté a decir. Esto me acaece muchas veces” (Vida, 14. 8). “Que
muchas cosas de las que aquí escribo no son de mi cabeza, sino que me las decía
este mi Maestro celestial” (Vida, 39, 8).
Esa misma
percepción la tiene en su quehacer como fundadora de conventos,
consciente de que no es obra suya sino de un Dios Providencia que la ha elegido
como mediación necesaria. No es un sencillo acto de humildad, sino un despojo
total del yo, de baja autoestima como dirían los analistas de la personalidad,
en una obra que, socialmente considerada, es esencialmente suya. Cualquier
lector sin prejuicios encuentra sucesos en las fundaciones teresianas que no se
explican por la pura racionalidad, ni por la simple casualidad.
Y esa
experiencia de Teresa de un Dios providente como principal y casi único actor
ha quedado reflejada en el libro de la Vida y las Fundaciones.
Por ejemplo, al comprobar algunos hechos extraños en la fundación del convento
de San José en Ávila los califica de milagros y se ve obligada
a exclamar: “¡Oh, grandeza de Dios! Muchas veces me espanta cuando lo considero
y veo cuán particularmente quería su Majestad ayudarme para que se
efectuase este rinconcito de Dios” (Vida, 35, 12). Y al
final se da cuenta que ha sido demasiado remisa al contar la historia “para
los muchos trabajos y maravillas que el Señor en esto ha obrado, que hay de esto
muchos testigos que lo podrán jurar”. Y pide a los censores del escrito que
entreguen el libro a las hermanas del convento después de su muerte para que “vean
lo mucho que puso su Majestad en hacerla por medio de cosa tan ruin y baja como
yo” (Vida, 36, 29). Pero no solamente sucedieron milagros en el
convento de San José de Ávila, sino en cada una de las
fundaciones.
Encaja en
este contexto una pequeña anécdota. Cuando en los años 1861-1862, el polígrafo
español don Vicente de la Fuente, no fraile ni cura, sino un sabio laico,
publicó los Escritos (no Obras) de Santa Teresa en
la Biblioteca de Autores Españoles (BAE), la presentó como una
“escritora santa”, privilegiando o enfatizando lo de escritora,
sin olvidar el hecho de ser santa. Pues bien, a un crítico de la
edición —el Señor Pedroso— le pareció mal porque —según él— lo que prevalece en
Teresa es el “ser santa” (obra de Dios) y, en cuanto tal, es “escritora”. Don
Vicente le respondió que la había incluido en una colección de “escritores” y
por eso puso en primer lugar lo de “escritora”, sin renegar de su “santidad”
(cf. BAE, vol. 55, Escritos de Santa Teresa, II, Ed. de
Madrid, Atlas, 1952, pp. XIII-XIV).
Volviendo al
título de este escrito, también es posible una segunda lectura de su
personalidad, la que llamo “la otra dimensión”, que consiste en interpretar
la vida de la Santa, su obra literaria y fundacional, como un fenómeno raro,
pero explicable por las leyes de la ciencia y —¿por qué no?— desde el
ateísmo o la increencia en Dios. Si esa actitud me parece razonable no lo
es el considerar a los creyentes en Dios incapaces de entender la persona y el
pensamiento de santa Teresa porque hacen una lectura “devota”, no científica.
Puedo decir que, desde hace tiempo, muchos que creemos en Dios la estamos
interpretando desde la historia y otras ciencias humanas.
Pero vengamos
al caso de los ateos o agnósticos. Acepto como posible que descubran en Teresa
una personalidad excepcional, dotada de muchas “gracias de naturaleza” a las
que alude ella, como la belleza, el encanto seductor de su habla, la
amabilidad, la afectividad, su poderosa voluntad de acción y sus muchas
realizaciones, su despierta inteligencia, su personalidad tan rica de recursos,
la empatía, la sinceridad, aborrecer las “cosas deshonestas”, su capacidad de
análisis del yo profundo, etc. Y después, tantos temas, tan variados e
interesantes de historia, de psicología, de economía, etc.
No obstante
lo dicho, tengo mis dudas de que sean capaces de percibir la grandeza de su
personalidad total de la mujer Teresa que es grande como escritora y
fundadora en cuanto creyente en Dios, una dimensión fundamental
de su personalidad que da sentido a toda su vida. Sin esa clave de lectura, veo
difícil una comprensión de su persona y de su obra.
Lo que me resulta inaceptable en intérpretes increyentes es lo que escribió un racionalista convicto y confeso como León Maínez,
autor de Teresa de Jesús ante la crítica, Madrid, 1880. La llama “mujer
alucinada o alucinadora”; que ha dejado “un legado de impertinentes
desvaríos a las edades venideras”; y que “cada año que trascurra será,
por consiguiente, menor el número de afectos que contará santa Teresa”; ni
estuvo “inspirada de Dios, ni fue santa, ni recibió avisos célicos, ni hizo
bien alguno a España con sus rezos y sus conventos”. Vaticinó que pronto
terminaría la fama e influencia de la enfermiza monja y fue todo lo contrario,
como demostró el III Centenario de su muerte en 1882 y la cada vez mayor
difusión de sus escritos, declarada por el papa Pablo VI “doctora” de la
Iglesia en 1970.
Concluyendo y
profundizando en el tema, cabe el fantasear con hipótesis y futuribles. Por
ejemplo, qué hubiera sido Teresa de no haber sido lo que fue: monja, fundadora
de una Reforma de monjas y frailes, escritora de sus propias experiencias, etc.
Podemos pensar qué hubiera sido si se hubiera casado a una edad temprana; o si
se hubiera embarcado en la aventura americana, como otras mujeres, junto a sus
hermanos, etc. Dejemos las fantasías y bajemos a la tierra. Lo que sí me parece
seguro es que, sin la “conversión definitiva” a Dios y el acompañamiento de las
experiencias místicas, su nombre se hubiera perdido entre la inmensa multitud
de monjas de La Encarnación de Ávila, un nombre sin relieve
especial.
Quizás
hubiera sido buena cronista de su convento, porque narra muy bien lo que conoce
como testigo, a juzgar por lo escrito de su vida y del entorno. Y, de haber
sido partícipe de la corte de Felipe II, nos hubiera dejado una preciosa
crónica de su reinado llena de vida, de encanto, de humor e ironía. Un sueño a
añadir a su biografía real.
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