Así lucía el cielo cuando llegó esta carta que nos confirma en el tema que estamos siguiendo en el Centro Dari y más |
Carta “Placuit Deo” de
la Congregación para la Doctrina de la Fe
a los obispos de la Iglesia Católica
sobre algunos aspectos de la salvación cristiana, 01.03.2018
I.
Introducción
1. «Dispuso Dios en su
sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad
(cf. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de
Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen
consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 P 1,
4). […] Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se
nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y
plenitud de toda la revelación»[1]. La enseñanza sobre
la salvación en Cristo requiere siempre ser profundizada nuevamente.
Manteniendo fija la mirada en el Señor Jesús, la Iglesia se dirige con amor
materno a todos los hombres, para anunciarles todo el designio de la Alianza
del Padre que, a través del Espíritu Santo, quiere «recapitular en Cristo todas
las cosas» (cf. Ef 1,1 0). La presente Carta pretende
resaltar, en el surco de la gran tradición de la fe y con particular referencia
a la enseñanza del Papa Francisco, algunos aspectos de la salvación cristiana
que hoy pueden ser difíciles de comprender debido a las recientes
transformaciones culturales. (Nos conviene leerla entera)
II. El
impacto de las transformaciones culturales de hoy en el significado de la
salvación cristiana
2. El mundo
contemporáneo percibe no sin dificultad la confesión de la fe cristiana, que
proclama a Jesús como el único Salvador de toda el hombre y de toda la
humanidad (cf. Hch 4, 12; Rm 3, 23-24; 1 Tm 2,
4-5; Tt 2, 11-15).[2] Por un lado, el
individualismo centrado en el sujeto autónomo tiende a ver al hombre como un
ser cuya realización depende únicamente de su fuerza.[3]
En esta visión, la figura de Cristo corresponde más a un modelo que inspira
acciones generosas, con sus palabras y gestos, que a Aquel que transforma la
condición humana, incorporándonos en una nueva existencia reconciliada con el
Padre y entre nosotros a través del Espíritu (cf. 2 Co 5,
19; Ef 2, 18). Por otro lado, se extiende la visión de una
salvación meramente interior, la cual tal vez suscite una fuerte convicción
personal, o un sentimiento intenso, de estar unidos a Dios, pero no llega a
asumir, sanar y renovar nuestras relaciones con los demás y con el mundo
creado. Desde esta perspectiva, se hace difícil comprender el significado de la
Encarnación del Verbo, por la cual se convirtió miembro de la familia humana,
asumiendo nuestra carne y nuestra historia, por nosotros los hombres y por
nuestra salvación.
3. El Santo Padre Francisco,
en su magisterio ordinario, se ha referido a menudo a dos tendencias que
representan las dos desviaciones que acabamos de mencionar y que en algunos
aspectos se asemejan a dos antiguas herejías: el pelagianismo y el gnosticismo.[4] En nuestros tiempos, prolifera una especia de
neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende
salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser,
de Dios y de los demás. La salvación es entonces confiada a las fuerzas del
individuo, o las estructuras puramente humanas, incapaces de acoger la novedad
del Espíritu de Dios.[5] Un cierto neo-gnosticismo, por
su parte, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el
subjetivismo,[6] que consiste en elevarse «con el
intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida».[7]
Se pretende, de esta forma, liberar a la persona del cuerpo y del cosmos
material, en los cuales ya no se descubren las huellas de la mano providente
del Creador, sino que ve sólo una realidad sin sentido, ajena de la identidad
última de la persona, y manipulable de acuerdo con los intereses del hombre.[8] Por otro lado, está claro que la comparación con las
herejías pelagiana y gnóstica solo se refiere a rasgos generales comunes, sin
entrar en juicios sobre la naturaleza exacta de los antiguos errores. De hecho,
la diferencia entre el contexto histórico secularizado de hoy y el de los
primeros siglos cristianos, en el que nacieron estas herejías, es grande [9]. Sin embargo, en la medida en que el gnosticismo y el
pelagianismo son peligros perennes de una errada comprensión de la fe bíblica,
es posible encontrar cierta familiaridad con los movimientos contemporáneos
apenas descritos.
4. Tanto el
individualismo neo-pelagiano como el desprecio neo-gnóstico del cuerpo deforman
la confesión de fe en Cristo, el Salvador único y universal. ¿Cómo podría
Cristo mediar en la Alianza de toda la familia humana, si el hombre fuera un
individuo aislado, que se autorrealiza con sus propias fuerzas, como lo propone
el neo-pelagianismo? ¿Y cómo podría llegar la salvación a través de la
Encarnación de Jesús, su vida, muerte y resurrección en su verdadero cuerpo, si
lo que importa solamente es liberar la interioridad del hombre de las
limitaciones del cuerpo y la materia, según la nueva visión neo-gnóstica?
Frente a estas tendencias, la presente Carta desea reafirmar que la salvación
consiste en nuestra unión con Cristo, quien, con su Encarnación, vida, muerte y
resurrección, ha generado un nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los
hombres, y nos ha introducido en este orden gracias al don de su Espíritu, para
que podamos unirnos al Padre como hijos en el Hijo, y convertirnos en un solo
cuerpo en el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).
III.
Aspiración humana a la salvación
5. El hombre se percibe
a sí mismo, directa o indirectamente, como un enigma: ¿Quién soy yo que existo,
pero no tengo en mí el principio de mi existir? Cada persona, a su modo, busca
la felicidad, e intenta alcanzarla recurriendo a los recursos que tiene a
disposición. Sin embargo, esta aspiración universal no necesariamente se
expresa o se declara; más bien, es más secreta y oculta de lo que parece, y
está lista para revelarse en situaciones particulares. Muy a menudo coincide
con la esperanza de la salud física, a veces toma la forma de ansiedad por un
mayor bienestar económico, se expresa ampliamente a través de la necesidad de
una paz interior y una convivencia serena con el prójimo. Por otro lado, si
bien la cuestión de la salvación se presenta como un compromiso por un bien
mayor, también conserva el carácter de resistencia y superación del dolor. A la
lucha para conquistar el bien, se une la lucha para defenderse del mal: de la
ignorancia y el error, de la fragilidad y la debilidad, de la enfermedad y la
muerte.
6. Con respecto a estas
aspiraciones, la fe en Cristo nos enseña, rechazando cualquier pretensión de
autorrealización, que solo se pueden realizar plenamente si Dios mismo lo hace
posible, atrayéndonos hacia Él mismo. La salvación completa de la persona no
consiste en las cosas que el hombre podría obtener por sí mismo, como la
posesión o el bienestar material, la ciencia o la técnica, el poder o la
influencia sobre los demás, la buena reputación o la autocomplacencia.[10] Nada creado puede satisfacer al hombre por completo,
porque Dios nos ha destinado a la comunión con Él y nuestro corazón estará
inquieto hasta que descanse en Él.[11] «La vocación
suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina».[12] La revelación, de esta manera, no se limita a
anunciar la salvación como una respuesta a la expectativa contemporánea. «Si la
redención, por el contrario, hubiera de ser juzgada o medida por la necesidad
existencial de los seres humanos, ¿cómo podríamos soslayar la sospecha de haber
simplemente creado un Dios Redentor a imagen de nuestra propia necesidad?».[13]
7. Además es necesario
afirmar que, de acuerdo con la fe bíblica, el origen del mal no se encuentra en
el mundo material y corpóreo, experimentada como un límite o como una prisión
de la que debemos ser salvados. Por el contrario, la fe proclama que todo el
cosmos es bueno, en cuanto creado por Dios (cf. Gn 1,
31; Sb 1, 13-14; 1 Tm 4 4), y que el mal que
más daña al hombre es el que procede de su corazón (cf. Mt 15,
18-19; Gn 3, 1-19). Pecando, el hombre ha abandonado la fuente
del amor y se ha perdido en formas espurias de amor, que lo encierran cada vez
más en sí mismo. Esta separación de Dios – de Aquel que es fuente de comunión y
de vida – que conduce a la pérdida de la armonía entre los hombres y de los
hombres con el mundo, introduciendo el dominio de la disgregación y de la
muerte (cf. Rm 5, 12). En consecuencia, la salvación que la fe
nos anuncia no concierne solo a nuestra interioridad, sino a nuestro ser
integral. Es la persona completa, de hecho, en cuerpo y alma, que ha sido
creada por el amor de Dios a su imagen y semejanza, y está llamada a vivir en
comunión con Él.
IV.
Cristo, Salvador y Salvación
8. En ningún momento del
camino del hombre, Dios ha dejado de ofrecer su salvación a los hijos de Adán
(cf. Gn 3, 15), estableciendo una alianza con todos los
hombres en Noé (cf. Gn 9, 9) y, más tarde, con Abraham y su
descendencia (cf. Gn 15, 18). La salvación divina asume así el
orden creativo compartido por todos los hombres y recorre su camino concreto a
través de la historia. Eligiéndose un pueblo, a quien ha ofrecido los medios
para luchar contra el pecado y acercarse a Él, Dios ha preparado la venida de
«un poderoso Salvador en la casa de David, su servidor» (Lc 1, 69).
En la plenitud de los tiempos, el Padre ha enviado a su Hijo al mundo, quien
anunció el reino de Dios, curando todo tipo de enfermedades (cf. Mt 4,
23). Las curaciones realizadas por Jesús, en las cuales se hacía presente la
providencia de Dios, eran un signo que se refería a su persona, a Aquel que se
ha revelado plenamente como el Señor de la vida y la muerte en su evento
pascual. Según el Evangelio, la salvación para todos los pueblos comienza con
la aceptación de Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19,
9). La buena noticia de la salvación tienen nombre y rostro: Jesucristo, Hijo
de Dios, Salvador. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da
un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[14]
9. La fe cristiana, a
través de su tradición centenaria, ha ilustrado, a través de muchas figuras,
esta obra salvadora del Hijo encarnado. Lo ha hecho sin nunca separar el
aspecto curativo de la salvación, por el que Cristo nos rescata del pecado, del
aspecto edificante, por el cual Él nos hace hijos de Dios, partícipes de su
naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4). Teniendo en cuenta la perspectiva
salvífica que desciende (de Dios que viene a rescatar a los hombres), Jesús es
iluminador y revelador, redentor y liberador, el que diviniza al hombre y lo
justifica. Asumiendo la perspectiva ascendiente (desde los hombres que acuden a
Dios), Él es el que, como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, ofrece al Padre,
en el nombre de los hombres, el culto perfecto: se sacrifica, expía los pecados
y permanece siempre vivo para interceder a nuestro favor. De esta manera
aparece, en la vida de Jesús, una admirable sinergia de la acción divina con la
acción humana, que muestra la falta de fundamento de la perspectiva
individualista. Por un lado, de hecho, el sentido descendiente testimonia la
primacía absoluta de la acción gratuita de Dios; la humildad para recibir los
dones de Dios, antes de cualquier acción nuestra, es esencial para poder
responder a su amor salvífico. Por otra parte, el sentido ascendiente nos
recuerda que, por la acción humana plenamente de su Hijo, el Padre ha querido
regenerar nuestras acciones, de modo que, asimilados a Cristo, podamos hacer
«buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,
10).
10. Está claro, además,
que la salvación que Jesús ha traído en su propia persona no ocurre solo de
manera interior. De hecho, para poder comunicar a cada persona la comunión
salvífica con Dios, el Hijo se ha hecho carne (cf. Jn 1, 14).
Es precisamente asumiendo la carne (cf. Rm 8, 3; Hb 2,
14: 1 Jn 4, 2), naciendo de una mujer (cf. Ga 4,
4), que «se hizo el Hijo de Dios Hijo del Hombre»[15] y
nuestro hermano (cf. Hb 2, 14). Así, en la medida en que Él ha
entrado a formar pare de la familia humana, «se ha unido, en cierto modo, con
todo hombre»[16] y ha establecido un nuevo orden de
relaciones con Dios, su Padre, y con todos los hombres, en quienes podemos ser
incorporado para participar a su propia vida. En consecuencia, la asunción de
la carne, lejos de limitar la acción salvadora de Cristo, le permite mediar
concretamente la salvación de Dios para todos los hijos de Adán.
11. En conclusión, para
responder, tanto al reduccionismo individualista de tendencia pelagiana, como
al reduccionismo neo-gnóstico que promete una liberación meramente interior, es
necesario recordar la forma en que Jesús es Salvador. No se ha limitado a
mostrarnos el camino para encontrar a Dios, un camino que podríamos seguir por
nuestra cuenta, obedeciendo sus palabras e imitando su ejemplo. Cristo, más
bien, para abrirnos la puerta de la liberación, se ha convertido Él mismo en el
camino: «Yo soy el camino» (Jn 14, 6).[17]
Además, este camino no es un camino meramente interno, al margen de nuestras
relaciones con los demás y con el mundo creado. Por el contrario, Jesús nos ha
dado un «camino nuevo y viviente que él nos abrió a través del velo del Templo,
que es su carne» (Hb 10, 20). En resumen, Cristo es Salvador porque
ha asumido nuestra humanidad integral y vivió una vida humana plena, en
comunión con el Padre y con los hermanos. La salvación consiste en
incorporarnos a nosotros mismos en su vida, recibiendo su Espíritu (cf. 1 Jn 4,
13). Así se convirtió «en cierto modo, en el principio de toda gracia según la
humanidad».[18] Él es, al mismo tiempo, el Salvador y
la Salvación.
V.
La Salvación en la Iglesia, cuerpo de Cristo
12. El lugar donde
recibimos la salvación traída por Jesús es la Iglesia, comunidad de aquellos
que, habiendo sido incorporados al nuevo orden de relaciones inaugurado por
Cristo, pueden recibir la plenitud del Espíritu de Cristo (Rm 8,
9). Comprender esta mediación salvífica de la Iglesia es una ayuda esencial
para superar cualquier tendencia reduccionista. La salvación que Dios nos
ofrece, de hecho, no se consigue sólo con las fuerzas individuales, como indica
el neo-pelagianismo, sino a través de las relaciones que surgen del Hijo de
Dios encarnado y que forman la comunión de la Iglesia. Además, dado que la
gracia que Cristo nos da no es, como pretende la visión neo-gnóstica, una
salvación puramente interior, sino que nos introduce en las relaciones concretas
que Él mismo vivió, la Iglesia es una comunidad visible: en ella tocamos el
carne de Jesús, singularmente en los hermanos más pobres y más sufridos. En
resumen, la mediación salvífica de la Iglesia, «sacramento universal de
salvación»,[19] nos asegura que la salvación no
consiste en la autorrealización del individuo aislado, ni tampoco en su fusión
interior con el divino, sino en la incorporación en una comunión de personas
que participa en la comunión de la Trinidad.
13. Tanto la visión
individualista como la meramente interior de la salvación contradicen también
la economía sacramental a través de la cual Dios ha querido salvar a la persona
humana. La participación, en la Iglesia, al nuevo orden de relaciones
inaugurado por Jesús sucede a través de los sacramentos, entre los cuales el
bautismo es la puerta,[20] y la Eucaristía, la fuente y
cumbre.[21] Así vemos, por un lado, la inconsistencia
de las pretensiones de auto-salvación, que solo cuentan con las fuerzas
humanas. La fe confiesa, por el contrario, que somos salvados por el bautismo,
que nos da el carácter indeleble de pertenencia a Cristo y a la Iglesia, del
cual deriva la transformación de nuestro modo concreto de vivir las relaciones
con Dios, con los hombres y con la creación (cf. Mt 28, 19).
Así, limpiados del pecado original y de todo pecado, estamos llamados a una
vida nueva existencia conforme a Cristo (cf. Rm 6, 4). Con la
gracia de los siete sacramentos, los creyentes crecen y se regeneran
continuamente, especialmente cuando el camino se vuelve más difícil y no faltan
las caídas. Cuando, pecando, abandonan su amor a Cristo, pueden ser
reintroducidos, a través del sacramento de la Penitencia, en el orden de las
relaciones inaugurado por Jesús, para caminar como ha caminado Él (cf. 1 Jn 2,
6). De esta manera, miramos con esperanza el juicio final, en el que se juzgará
a cada persona en la realidad de su amor (cf. Rm 13, 8-10),
especialmente para los más débiles (cf. Mt 25, 31-46).
14. La economía salvífica
sacramental también se opone a las tendencias que proponen una salvación
meramente interior. El gnosticismo, de hecho, se asocia con una mirada negativa
en el orden creado, comprendido como limitación de la libertad absoluta del
espíritu humano. Como consecuencia, la salvación es vista como la liberación
del cuerpo y de las relaciones concretas en las que vive la persona. En cuanto
somos salvados, en cambio, «por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10,
10; cf. Col 1, 22), la verdadera salvación, lejos de ser
liberación del cuerpo, también incluye su santificación (cf. Ro 12,
1). El cuerpo humano ha sido modelado por Dios, quien ha inscrito en él un
lenguaje que invita a la persona humana a reconocer los dones del Creador y a
vivir en comunión con los hermanos. [22] El Salvador ha
restablecido y renovado, con su Encarnación y su misterio pascual, este
lenguaje originario y nos lo ha comunicado en la economía corporal de los
sacramentos. Gracias a los sacramentos, los cristianos pueden vivir en
fidelidad a la carne de Cristo y, en consecuencia, en fidelidad al orden
concreto de relaciones que Él nos ha dado. Este orden de relaciones requiere,
de manera especial, el cuidado de la humanidad sufriente de todos los hombres,
a través de las obras de misericordia corporales y espirituales.[23]
VI.
Conclusión: comunicar la fe, esperando al Salvador
15. La conciencia de la
vida plena en la que Jesús Salvador nos introduce empuja a los cristianos a la
misión, para anunciar a todos los hombres el gozo y la luz del Evangelio.[24] En este esfuerzo también estarán listos para
establecer un diálogo sincero y constructivo con creyentes de otras religiones,
en la confianza de que Dios puede conducir a la salvación en Cristo a «todos
los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia».[25] Mientras se dedica con todas sus fuerzas a la
evangelización, la Iglesia continúa a invocar la venida definitiva del
Salvador, ya que «en esperanza estamos salvados» (Rm 8, 24). La
salvación del hombre se realizará solamente cuando, después de haber conquistado
al último enemigo, la muerte (cf. 1 Co 15, 26), participaremos
plenamente en la gloria de Jesús resucitado, que llevará a plenitud nuestra
relación con Dios, con los hermanos y con toda la creación. La salvación
integral del alma y del cuerpo es el destino final al que Dios llama a todos
los hombres. Fundados en la fe, sostenidos por la esperanza, trabajando en la
caridad, siguiendo el ejemplo de María, la Madre del Salvador y la primera de
los salvados, estamos seguros de que «somos ciudadanos del cielo, y esperamos
ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El
transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo
glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio» (Flp 3,
20-21).
El Sumo Pontífice
Francisco, en la Audiencia concedida el día 16 de febrero de 2018. Ha aprobado
esta Carta, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 24 de enero
de 2018, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, el 22 de febrero de 2018, Fiesta de la Cátedra de
San Pedro.
X Luis F. Ladaria, S.I.
Arzobispo titular de
Thibica
Prefecto
X Giacomo Morandi
Arzobispo titular de
Cerveteri
Secretario
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